Esa mañana José tomó el metro como todos los otros días. Eran épocas de exámenes y su mente estaba enfocada en los libros de historia del arte. Si aprobaba la prueba, obtendría su tan ansiada beca y podría continuar con sus estudios sin depender de la manutención de sus padres.
Sentado en el asiento más cercano a la puerta del metro, apenas notó que un hombre se puso de pie a su lado. José tenía la mirada clavada en las pequeñas letras del libro y su mente no dejaba de repasar todo lo que llevaba estudiando en las últimas semanas.
Cuando el transporte se detuvo en la estación San Bernardo, se puso de pie y salió a las apuradas, atravesando el agobiante túnel de personas que se formaba cerca de la puerta. Varios hombres y mujeres de traje caminaban de un lado a otro en el andén. José estuvo por chocar contra un grupo de estudiantes que querían subir al metro al mismo tiempo que él y el hombre que estaba a su lado bajaban.
Caminó por un delgado pasillo junto con otras personas y subió los escalones de dos en dos con el libro debajo del brazo. Una ráfaga de aire fresco golpeó su rostro cuando distinguió la luz del sol.
Comenzó a andar en dirección a la universidad. No era lejos, tres cuadras. Pero a medida que José avanzaba, sentía la presión de aproximarse al examen. Se detuvo en la esquina de Conde Duque en el momento en que el semáforo se puso en verde para los vehículos.
Fue mientras esperaba allí, de pie, que notó la extraña presencia de ese hombre.
José prefería no mirarlo directamente, sentía que no debía hacerlo. Desvió su mirada por el rabillo del ojo, esperando que ese extraño no se diera cuenta de que lo estaba contemplando.
Era el mismo hombre que se había acomodado a su lado en el metro. Vestía un traje un tanto anticuado para la época. Los pantalones eran demasiado cuadrados y el saco era color marrón. El hombre también llevaba una camisa pálida y una corbata a cuadros, que José consideró muy fea. Pero lo que más llamaba su atención era el extraño sombrero de cuero que el extraño llevaba en sus manos.
Cuando el semáforo cambió a rojo, José cruzó la calle. Como eran varias las personas que caminaban por aquellas calles de Madrid, José perdió de vista al hombre y, cuando se encontró a los pies de su universidad, ingresó.
Faltaban veinte minutos para que comenzara el examen; José aprovechó ese tiempo para ir al baño, remojarse el rostro y terminar de leer el último capítulo del libro.
Sus compañeros ya se encontraban en el aula cuando José entró y se acomodó en el asiento más alejado de la puerta, junto a la ventana. Todavía escuchaba el murmullo de sus compañeros cuando ingresó el profesor.
El silencio se volvió abrumador mientras el profesor pasaba junto a cada uno de sus estudiantes y le entregaba una hoja con diez preguntas. José recibió su examen y comenzó a escribir las respuestas en la parte de atrás.
Admitía que las preguntas eran capciosas, pero había estado estudiando durante varias semanas y se sentía preparado. Cuando llegó a la pregunta número cinco, desvió la mirada hacia la ventana en busca de inspiración.
Fue entonces cuando lo vio.
El mismo hombre que José había visto en el metro y en la esquina de la calle Conde Duque. Pero esta vez había algo diferente en él. El extraño parecía estar mirando la exacta ventana en la que José se encontraba. Por unos segundos, intercambiaron miradas y José sintió un ligero escalofrío en su espalda.
Utilizó su brazo izquierdo para tapar su rostro e intentó no volver a mirar la ventana hasta que el examen terminase.
Pero fue imposible.
No importaba cuántas veces José leyera la pregunta; su mente no dejaba de pensar en aquel hombre de traje anticuado y sombrero. Volvió a desviar la mirada hacia la ventanilla. Él seguía allí, de pie, contemplándolo.
Fue entonces cuando José se dio cuenta repentinamente de que había visto a ese hombre mientras esperaba el metro en la estación Arturo Soria. En ese momento, José estaba tan concentrado en su libro de historia del arte que apenas lo había notado. Pero si hacía memoria, recordaba haberlo visto de pie a su lado unos minutos antes de que el metro llegara.
Se pasó la mano por los ojos. Una gota de sudor helado se deslizó por su espalda. Se comenzó a preguntar si ese hombre lo estaba siguiendo. Quizás era una simple casualidad. Tal vez era algún agente de bienes raíces que quería hablar con él por el departamento que estaba rentando. O a lo mejor era un hombre de la universidad quien estaba evaluando si José debía o no recibir la beca.
Estaba tan concentrado en deducir quién era ese extraño y qué quería, que la campana marcó el final del examen y José apenas había contestado cuatro preguntas. Frustrado, abandonó el salón con un fuerte dolor de cabeza. Los ojos le pesaban y la angustia de no obtener la beca se apoderó de él.
Al mediodía, cuando José salió de la universidad, notó que el hombre había desaparecido. Quizás había sido casualidad y él, paranoico, se había armado toda una película en su cabeza. Regresó en dirección a la estación San Bernardo, intentando no pensar mucho en el examen. Era evidente que había fallado y sus padres no estarían muy contentos.
José bajó los peldaños hasta la estación de metro y, luego de abonar el ticket, se sentó en uno de los asientos del andén a esperar que el metro llegara. Cerró sus ojos con fuerza y se tapó la boca cuando suspiró. Pensar que había pasado horas estudiando para que un extraño arruinara su oportunidad de beca le daba rabia.
Cuando el subterráneo llegó, José se puso de pie y se acercó a una de las puertas. Vio bajar a un grupo de estudiantes y también a una mujer con una niña pequeña en brazos. Pero cuando subió, notó que ese mismo hombre se encontraba a su lado.
Nervioso, José comenzó a caminar hacia la derecha, esperando separarse de ese extraño que no lo dejaba en paz. Pero el hombre lo siguió entre los vagones del metro hasta que José no tuvo a dónde huir.