Filomena había visto a ese hombre antes, vagando en las calles de Paraná durante alguna que otra festividad. Su nombre era don Bautista Rueda y era famoso en la ciudad por haber llegado de Buenos Aires con una gran fortuna heredada luego de que su padre falleciera en un trágico accidente doméstico.
Todas las damas de Paraná conocían su nombre y se sentían atraídas por aquel joven pudiente y culto, que había escapado de la gran ciudad para reconstruir su vida en un lugar más tranquilo, alejado del caos y la ostentación.
Cada vez que Filomena se juntaba a coser con sus amigas, el nombre de Bautista Rueda escapaba de los labios de cada una de las señoritas que estaba en la sala. Todas hablaban muy bien de él. Decían que era guapo, adinerado, con un gran futuro. Algo que cualquier dama de época desearía. Pero Filomena no solía participar en esas conversaciones, pues no conocía a don Bautista Rueda y tampoco lo había visto muy seguido como para opinar de su apariencia. Los rumores decían que el hombre había comprado unas cuantas hectáreas de campo para iniciar sus propios cultivos de trigo y desarrollar la actividad equina. Esto había alegrado a los ciudadanos, quienes esperaban que dicho emprendimiento produjera mayor empleo y el desarrollo de la zona. Todos ansiaban que don Bautista Rueda comprara una de las mejores casas de la ciudad para iniciar con sus actividades sociales. Los políticos se peleaban entre ellos para ver quién sería invitado a las elegantes galas. Algunos terratenientes querían hacer negocios con sus tierras y, cada vez que podían, intentaban convencer a Bautista sobre qué comprar y qué no. Las damas ya habían encargado los vestidos más elegantes de la ciudad para participar en el primer evento. Algunas incluso habían mandado a traer vestidos de otras ciudades y, las más pudientes, contrataron costureras que viajaron de todas partes del país para confeccionar vestidos a medida.
Filomena no estaba muy interesada en todo ese asunto. Sin embargo, esa mañana, cuando vio a don Bautista caminando junto a otros hombres por las calles de Paraná, entendió la razón por la que sus amigas no paraban de hablar de él. Las mujeres idolatraban su belleza y adoraban su caballerosidad. Los hombres admiraban su fortuna y sus ganas de prosperar en esas tierras. Las niñas soñaban con ser lo suficientemente adultas como para poder casarse con él, mientras que los niños querían la determinación que reflejaba su mirada. Los ancianos deseaban ser tan jóvenes y ágiles como él, y las ancianas codiciaban la juventud que les daba una gran oportunidad a las jovencitas de esposar a un hombre tan buen mozo como Bautista.
Cuando el grupo de caballeros pasó delante de ella, Filomena no pudo evitar contemplar a don Bautista. Era un hombre de tez clara y grandes ojos castaños. Sus oscuros cabellos le daban un aire más maduro. El hombre le regaló una sonrisa y ella estuvo a punto de soltar la canasta con los ovillos de colores que su madre le había encargado.
Filomena regresó a su casa a toda velocidad y lo primero que le dijo a su madre es que necesitaba un vestido nuevo para participar en el próximo evento social que se realizara en la ciudad.
Los días pasaron y las costureras de confianza trabajaron día y noche para tener el vestido listo. Era color ocre y de una tela tan sedosa que, cuando Filomena se lo probó, se sintió como una suave caricia de gato. Los lienzos habían sido traídos de Montevideo, algo que había costado una buena cantidad de dinero. Sin embargo, su madre solía decir que si se trataba de un joven adinerado, se podían considerar los gastos como una inversión. Con el vestido en mano, lo único que faltaba era que alguien organizara algún evento en el cual pudiera participar e intentar cautivar a don Bautista.
La buena noticia para Filomena no tardó en llegar.
La ceremonia que se realizaría en la casa del gobernador tenía a Bautista como invitado especial. Todas las damas de Paraná, incluso algunas que no eran de la ciudad, se reunieron en la gran casona del gobernador con el objetivo de persuadir a don Bautista Rueda de que las tomara de esposa. Y Filomena no fue la excepción.
Ella, junto a su grupo de amigas, se pasó toda la noche persiguiendo a Bautista por la casa del gobernador. Decidió ignorar las advertencias que su madre le decía acerca de ser muy obvia con sus intenciones, y cada vez que podía, cruzaba miradas con Bautista para que él notara su presencia. Sus amigas la incentivaban y le decían que él se había fijado en ella desde que había ingresado a la casa, y a pesar de que Filomena no estaba segura al respecto, decidió creerles.
Con el paso de la noche, los bailes comenzaron. Varios hombres, personas reconocidas en la ciudad, invitaron a Filomena al centro de la pista. Sin embargo, ella rechazó a todos. No tenía el más mínimo interés en bailar con otros hombres, y además, no quería que Bautista pensara que ella ya estaba comprometida con cualquier otro. Armada de paciencia, Filomena esperó a que don Bautista Rueda se dignara a pedirle un baile. Y cuando eso sucedió, aceptó sin pensarlo dos veces.
El baile duró una eternidad, o al menos ella lo percibió así. Las manos de Bautista eran fuertes y ásperas. Su mirada era tenue, pero decidida. Y con cada movimiento, Filomena se sentía en los mismos cielos. Si hay que ser honestos, el baile no duró más de cinco minutos. Pero, cuando el cuerpo de Filomena se separó del de Bautista, ella lo sintió como toda una vida. Aun pese a las protestas de sus amigas, Filomena insistía en que había bailado toda la velada con don Bautista Rueda e incluso al otro día se lo afirmó a su madre. Contenta, su madre decidió realizar una nueva inversión. Mandó a traer de Buenos Aires vestidos y joyas que fueran lo suficientemente llamativas como para cautivar el corazón de don Bautista Rueda.
Los objetos tardaron un poco más de una semana en llegar a la ciudad de Paraná y, en cuanto las grandes cajas atravesaron la puerta de la casa de Filomena, ella no pudo evitar llamar a todas sus amigas para mostrarles su gran adquisición.