Entre Sombras y Rosas

Capítulo 1: La restauradora

El tren descendía hacia el sur de Italia bajo un cielo que parecía pintado con vino tinto y ceniza.

Livia Caruso apoyó la frente en la ventanilla y observó el paisaje: los olivos antiguos, los campos de amapolas que parecían arder, y, a lo lejos, la silueta del mar siciliano que se fundía con el horizonte.

En su bolso, una carta sin remitente.

La había recibido tres semanas atrás, escrita a mano, en papel grueso:

“Signorina Caruso,
Su reputación como restauradora de arte ha llegado a oídos de quienes valoran la belleza más allá del tiempo.
La Villa Moretti necesita de su talento.
Acuda el 14 de septiembre. Se le pagará generosamente. No hable de esto con nadie.”

No había firma. Solo un sello en cera con una rosa negra.

Livia no conocía a los Moretti, pero había escuchado historias.
En Sicilia, los apellidos no eran simples palabras; eran advertencias.

El taxi la dejó frente a las verjas de hierro de Villa Moretti, un palacio de piedra blanca que miraba el Mediterráneo desde un acantilado.

El aire olía a limón y a pólvora.

Benvenuta, signorina Caruso —dijo un hombre alto, vestido de negro, que la esperaba junto al portón.
—Gracias. ¿El señor Moretti está en casa?
—Siempre.

La siguió el sonido de los tacones sobre la grava. A cada paso, la villa parecía más inmensa, más antigua.
Estatuas griegas cubiertas de hiedra. Ventanas cerradas. Y silencio.

Dentro, el aire era fresco, perfumado con incienso y madera.

En la pared principal, un retrato enorme dominaba el vestíbulo: un hombre joven, de traje oscuro, con una rosa entre los dedos.
Sus ojos, grises, parecían seguirla.

—Mi abuelo —dijo una voz detrás de ella.

Livia se giró.

Un hombre la observaba desde la escalera.

Alto, elegante, con el porte de quien nació acostumbrado a que el mundo se incline a su paso.

—Soy Dante Moretti.

Su voz era grave, suave, peligrosa.

—Señor Moretti —respondió Livia, intentando mantener la compostura—. Gracias por recibirme.

—No me ha agradado todavía. No sé si podrá soportar el trabajo.

—¿Qué tipo de restauración es?

—Una pintura del siglo XVI. Desaparecida durante la guerra.

—¿Y la encontró usted?
—Digamos que la vida tiene formas curiosas de devolver lo que nos pertenece.

Livia notó algo en su tono. No era orgullo, era advertencia.

—Puedo verla.

—Sígame.

La condujo a través de un pasillo lleno de retratos antiguos.
Cada rostro parecía observarlos, como si supiera más de lo que debía.

Llegaron a una sala amplia, sin ventanas, iluminada solo por velas.

En el centro, cubierta por un paño, estaba la pintura.

Dante se acercó y retiró la tela con un solo movimiento.

El cuadro mostraba a una mujer de cabello oscuro, vestida de rojo, con una rosa negra en la mano.

Su mirada era tan real que Livia sintió un escalofrío.

—¿Quién es ella? —preguntó.
—Nadie lo sabe. Algunos dicen que fue la amante del primer Moretti.
—¿Y otros?
—Que fue su maldición.

Livia se acercó. El lienzo estaba dañado, pero conservaba una belleza inquietante.
En la esquina inferior, un nombre casi borrado: L. C.

—Curioso —murmuró ella.
—¿Qué?
—Tiene mis iniciales.

Dante la observó con atención.
—Entonces quizás el destino te trajo aquí por algo más que un trabajo.

Sus ojos se encontraron.

No hubo música, ni palabras; solo un silencio que pesaba más que cualquier promesa.

Livia apartó la vista.
—Necesitaré espacio, luz y aislamiento total.

—Tendrás todo eso. —Dante dio un paso hacia ella—. Pero hay una condición.

—¿Cuál?
—Lo que veas, lo que escuches, lo que descubras dentro de estas paredes… no debe salir de aquí.

—¿Hay algo que deba temer?
—Solo si haces las preguntas equivocadas.

Él sonrió levemente, y se alejó.

Livia se quedó sola frente a la pintura, sintiendo que el aire en la sala se había vuelto más denso, más vivo.

Y mientras el viento golpeaba los ventanales, pensó que quizá la historia que debía restaurar no estaba sobre el lienzo.

Sino en los ojos del hombre que acababa de conocer.

La noche cayó sobre la villa como un telón de terciopelo.

El sonido lejano del mar se mezclaba con el rumor del viento entre los cipreses. En la sala donde trabajaba, Livia encendió una lámpara antigua, dejando que la luz amarillenta revelara los detalles del cuadro.

La mujer de la pintura —aquella de la rosa negra— parecía observar desde otra época.

El rostro estaba parcialmente cubierto por una sombra, y en la esquina inferior derecha, bajo las capas de barniz agrietado, Livia descubrió algo: un relieve, una marca.

Tomó una espátula con cuidado y retiró parte del polvo.

Lo que emergió la hizo contener la respiración:

Un símbolo tallado en la tela, apenas visible, con forma de serpiente entrelazada con una rosa.

—Una firma oculta —susurró.

—No una firma —dijo una voz detrás de ella—. Un juramento.

Livia se sobresaltó.

Dante Moretti estaba de pie en el umbral, vestido con una camisa blanca abierta en el cuello, sin corbata, la mirada fija en el lienzo.

—No lo oí entrar.
—Eso es porque no hice ruido. —Avanzó lentamente—. Nadie debe ver ese símbolo.

—¿Por qué?
—Porque pertenece a los Moretti desde hace siglos.
—¿Y qué significa?
—Silencio.

Se acercó a la mesa y pasó los dedos por el borde del lienzo.

—Mi bisabuelo mandó pintar ese cuadro durante la guerra. Dicen que quien posea la rosa controla el destino de la familia.

—¿Y la serpiente?
—La traición.

Livia lo observó de reojo.
—¿Cree en esas supersticiones?
—No. Pero los hombres mueren menos.




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