La lluvia había caído toda la noche sobre la costa siciliana, dejando el aire húmedo, cargado de sal y de silencio.
En el estudio, Livia encendió las lámparas y se acercó al lienzo.
El retrato de la mujer seguía allí, misterioso, casi desafiante.
La rosa negra entre sus dedos parecía más viva que nunca.
Con el bisturí fino, Livia comenzó a retirar con precisión las capas de barniz.
Cada trazo antiguo se revelaba bajo la luz, y con él, una historia muda que nadie había contado en siglos.
A medida que avanzaba, notó algo extraño: las grietas en la pintura formaban líneas que parecían letras.
Tomó una lupa y la acercó.
En el cuello de la mujer pintada, casi imperceptible, había una inscripción en latín:
“Omnia vincit veritas.”
—“La verdad lo vence todo…” —susurró.
Entonces oyó pasos detrás.
—Estás trabajando demasiado temprano —dijo Dante, apoyado en el marco de la puerta.
—No puedo dormir cuando algo me intriga.
—Eso puede ser peligroso.
—Lo sé. Pero la curiosidad también es una forma de fe.
—Y de condena.
Dante caminó hasta quedar junto a ella.
Livia percibió su perfume —madera, vino, y una nota de peligro que no sabía describir.
—¿Qué significa? —preguntó él, mirando la inscripción.
—“La verdad lo vence todo.” Tal vez la mujer del retrato quería decirnos algo.
—O advertirnos.
—¿De qué?
—De nosotros mismos.
Livia lo miró, confundida.
—No entiendo.
—La familia Moretti lleva siglos luchando contra la verdad. La verdad de lo que somos, de lo que hacemos, de lo que amamos.
—¿Y usted? —preguntó ella, bajando la voz.
—Yo… todavía no decido si quiero vencerla o abrazarla.
Sus ojos se cruzaron.
El silencio fue tan denso que el sonido de la lluvia se volvió un susurro lejano.
—Debería concentrarme en el trabajo —dijo Livia finalmente, intentando escapar de esa tensión que le quemaba el pecho.
—Claro —respondió Dante, sonriendo con apenas una sombra de ironía—. Siempre es más fácil mirar los secretos en la tela que en el alma.
Se fue sin añadir nada más.
Livia siguió trabajando, pero las palabras de Dante se le quedaron grabadas.
Esa tarde, Rosa entró al estudio con un plato de comida.
—Come algo, niña. Llevas horas sin moverte.
—Gracias, Rosa.
—Ten cuidado con ese cuadro.
—¿Por qué lo dice?
—Porque todos los que se acercan demasiado a esa pintura terminan viendo cosas que no existen.
—¿Usted también las vio?
—Yo solo vi lo que quería ver. —Rosa suspiró—. Y ese fue mi error.
Livia frunció el ceño.
—¿Conoció a la mujer del retrato?
—Nadie la conoció. Pero todos aquí sentimos que sigue entre las paredes.
—¿Cree en fantasmas?
—No, cara mia. Pero creo en los recuerdos que no quieren morir.
Cuando Rosa se marchó, Livia volvió al lienzo.
Decidió levantar las capas del fondo oscuro.
Con delicadeza, aplica disolvente y empezó a descubrir una figura oculta detrás del retrato.
La imagen emergió lentamente, como un secreto que lucha por respirar.
Era un hombre.
Alto, de rostro joven y mirada sombría.
Y en su mano… otra rosa.
—No puede ser —susurró Livia.
Era el mismo rostro que el del retrato en la entrada.
El abuelo de Dante Moretti.
El cuadro no era solo un retrato.
Era una historia escondida de amor y traición.
De pronto, sintió que alguien la observaba.
Se giró bruscamente.
Dante estaba de pie en el umbral.
—¿Qué has hecho? —su voz era baja, contenida.
—No lo sabía. Solo limpié las capas externas.
—¡Esa imagen debía permanecer oculta!
—¿Por qué?
—Porque representa la vergüenza de mi familia.
—¿Qué pasó con ellos?
—Se amaron. Y por eso murieron.
Livia retrocedió un paso.
—¿Los mataron?
—Los traicionaron.
Dante respiró hondo.
—Mi bisabuelo, Vittorio Moretti, se enamoró de una mujer de otra familia. La suya.
—¿Caruso?
—Sí.
—Pero eso fue hace generaciones.
—Y aun así, la sangre no se olvida.
Livia sintió que todo el aire de la sala se congelaba.
—Entonces… ¿por qué me trajo aquí?
—Porque quiero romper esa maldición.
—¿Y cree que puedo ayudarlo?
—No lo sé. Pero cuando vi tus ojos, supe que el pasado acababa de regresar.
Los dos se quedaron en silencio, mirando el lienzo.
Dos amantes del pasado los observaban desde la pintura, eternamente atrapados entre la rosa y la serpiente.
—A veces —susurró Dante— el amor no nos salva. Nos revela.
—¿Y a usted qué le revela?
—Que ya no sé si debo protegerte o temerte.
Livia sostuvo su mirada.
—Entonces no haga ninguna de las dos cosas.
—¿Qué hago, entonces?
—Déjeme quedarme.
Dante sonrió apenas, pero en sus ojos brilló algo que no era ironía.
—Cuidado, Livia. Los que se quedan en esta casa no siempre salen siendo los mismos.
—Tal vez eso es lo que necesito.
El viento golpeó las ventanas, y una rosa del jardín se deslizó hasta el suelo, cayendo entre ellos.
Dante la recogió y se la ofreció.
—Las rosas Moretti siempre florecen sobre las tumbas.
—Entonces la cuidaré bien —dijo ella, aceptandola.
Y mientras el trueno estallaba sobre el mar, Livia comprendió que la restauración que estaba a punto de comenzar no era del cuadro.
Era la de un amor maldito, nacido entre la lealtad y la traición.