Entre Sombras y Rosas

Capítulo 4: Sombras de Nápoles

Tres días después del pacto, la villa Moretti amaneció envuelta en niebla.

El mar, desde el acantilado, parecía de acero. El silencio solo se rompía por el ruido de un motor encendiéndose.

Dante esperaba junto a un coche negro.
—Empacaste ligero —dijo, viendo la pequeña maleta que Livia llevaba.
—No sé cuánto tiempo estaremos fuera.
—Ni yo.

—¿Dónde vamos exactamente?
—A Nápoles.
—¿Por qué?
—Porque allí se decide quién controla el sur.

El viaje fue largo, serpenteando entre montañas y túneles.

Dante conducía con una calma que no coincidía con la tensión de su mandíbula.

—¿Qué esperas encontrar en Nápoles? —preguntó Livia.
—No es lo que espero. Lo que temo.
—¿Marco Vitale?
—Sí.
—¿Va a enfrentarlo?
—Voy a detenerlo antes de que firme su propio final.

El paisaje cambió: los muros de piedra se transformaron en edificios antiguos, la brisa salada en humo y ruido.

Nápoles los recibió con el caos de su belleza imperfecta.

Calles estrechas, balcones llenos de ropa colgada, voces mezcladas con el olor del pan recién hecho.

—Nunca había estado aquí —dijo Livia, mirando por la ventanilla.
—Es la ciudad más viva y más muerta de Italia.
—¿Y tú?
—Aquí aprendí a matar sonriendo.

Sus palabras la helaron.

Dante aparcó frente a un hotel antiguo junto al puerto.
—A partir de ahora, nadie debe saber quién eres.
—¿Y quién soy?
—Mi esposa.

Livia lo miró, incrédula.
—¿Perdón?
—Los Vitale respetan solo lo que temen. Y temen lo que no pueden tocar.

—¿Y fingiré eso conmigo?
—Solo si tú finges creerlo.

Subieron las escaleras del hotel.
La recepcionista los observó con curiosidad.
Benvenuti, signor e signora Moretti.
—Gracias —respondió Dante con naturalidad, colocando una mano en la espalda de Livia.

El simple contacto la estremeció, pero no dijo nada.

En la habitación, la vista al puerto mostraba los barcos balanceándose lentamente.

Livia se sentó en el borde de la cama.
—¿Y ahora?
—Esperamos la invitación.
—¿De quién?
—Del enemigo que aún cree ser amigo.

Esa noche, una carta llegó bajo la puerta.

El sello: una rosa dorada.

—Es de Marco —dijo Dante, abriéndose sin emoción.

“Cena esta noche. Palazzo Vitale. Ven acompañado. El juego ha comenzado.”

Livia lo observó.
—Sabe que estás aquí.
—Siempre lo sabe.
—¿Y tú vas a ir?
—No tengo opción. Si no voy, atacará. Si voy… quizá podamos sobrevivir.

Se cambió frente al espejo, con movimientos precisos, rituales.
Livia lo observaba, fascinada por la forma en que el poder parecía envolverlo como una sombra.

—No te alejes de mí esta noche —le dijo.
—No pienso hacerlo.

El Palazzo Vitale se alzaba sobre una colina, iluminado por antorchas y faroles.

Dentro, la opulencia era casi ofensiva: mármoles, cuadros robados, oro.

Marco los recibió en la escalinata.
—Dante —dijo, con esa sonrisa que no llegaba a los ojos—. Y la bella Livia.
—Mi esposa —corrigió Dante.
—Ah, claro. Qué sorpresa.

Durante la cena, el ambiente era denso.
Hombres de trajes caros, mujeres con joyas imposibles.

Livia se sentía fuera de lugar, pero mantuvo la compostura.

—Así que eres restauradora —dijo Marco, sirviéndose vino.
—Lo era —respondió ella.
—¿Y ahora?
—Ahora pertenezco a esta familia.

Dante la miró, sorprendido por el tono seguro en su voz.

—Bonita respuesta —dijo Marco—. Pero no te equivoques, Livia. Las familias cambian, la sangre no.

—Entonces esperemos que la mía no se derrame hoy —respondió ella.

Un murmullo recorrió la mesa.
Marco rió.
—Tienes coraje, signora Moretti. Espero que también sepas callar.
—Solo cuando no hay nada que valga la pena decir.

Dante interrumpió.
—Basta de juegos, Marco. ¿Qué quieres?

—Paz. O poder. Son la misma cosa.
—No contigo.
—Entonces prepárate para la guerra.

La tensión se cortaba como el filo de una navaja.

Marco alzó su copa.
—Por los viejos tiempos.

—Y por los nuevos errores —replicó Dante, chocando la suya.

Livia se dio cuenta de que todos los hombres armados observaban a Dante.
El aire olía a vino y pólvora.

Entonces una voz femenina interrumpió la escena.
—¿Puedo unirme a la mesa?

Una mujer entró, envuelta en seda negra. Su cabello rojo brillaba bajo la luz de los candelabros.

—Serena Falco —susurró Livia.

La periodista. Su amiga.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Livia, alarmada.
—Busco la verdad, como siempre.

—Estás en el lugar equivocado —dijo Dante.
—O en el único correcto —respondió ella.

Marco sonrió.
—Qué reunión tan interesante.

Serena se sentó.
—Los Caruso, los Moretti, los Vitale… tres nombres, una misma historia.
—Ten cuidado, periodista —dijo Marco—. Las historias que aquí se cuentan suelen terminar en funerales.
—O en titulares —replicó ella.

Livia se inclinó hacia Dante.
—Tenemos que sacarla de aquí.
—Demasiado tarde.

Marco se levantó, copa en mano.
—Brindemos por los fantasmas que aún gobiernan Sicilia.

Los hombres alzaron sus copas.

Pero Livia vio algo.

Una mano bajo la mesa, un brillo metálico.

—¡Dante! —gritó.

El disparo resonó antes de que terminara la palabra.

El salón estalló en caos.

Gritos. Cristales. Hombres corriendo.

Dante la cubrió y la arrastró tras una columna.
—¿Estás herida?
—No. ¿Tú?
—No todavía.

Se oyó otro disparo.
Dante se asomó, disparó una vez, y el atacante cayó.

—Tenemos que salir.

Serena los alcanzó.
—¡Los Vitale lo tenían planeado!
—Lo sé —dijo Dante—. Y acaban de declararnos la guerra.




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