La villa parecía en calma, pero el silencio que la habitaba no era paz.
Desde el amanecer, Livia había sentido que algo en el aire había cambiado.
Las paredes parecían susurrar, y cada sombra en los pasillos parecía moverse con intención.
—¿No duermes? —preguntó Dante, al encontrarla en la galería.
—No mucho. Esta casa no me deja dormir.
—Nadie lo hace la primera noche de regreso.
—No es miedo. Es algo más.
—Memoria.
Caminó hasta ella, y juntos observaron el retrato que colgaba al final del pasillo: la mujer de la rosa negra, el símbolo de su familia y su maldición.
—Creí que habías mandado guardar ese cuadro —dijo Livia.
—Intenté hacerlo. Pero siempre vuelve a su lugar.
—Tal vez no quiere ser olvidada.
—O tal vez quiere advertirnos.
En ese momento, Rosa apareció, con un sobre en la mano.
—Esto llegó esta mañana. Sin remitente.
Dante lo tomó.
Dentro había una fotografía: una reunión clandestina en Palermo.
En el centro, varios hombres que Livia no reconoció.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Los herederos del norte —respondió Dante, con el ceño fruncido—. Los que esperaban que los Vitale dominaran.
—¿Y ahora?
—Ahora esperan mi caída.
En la esquina de la foto, una palabra escrita a mano: “Ritorno.”
—“Regreso”… —susurró Livia.
—Significa que el pasado viene por nosotros.
Esa tarde, Livia bajó al sótano de la villa para buscar materiales de restauración.
El lugar olía a humedad y madera vieja.
Entre los cajones, encontró algo que no recordaba haber visto antes: un libro de tapas de cuero, cubierto de polvo, con el sello de la rosa y la serpiente.
Lo abrió con cuidado.
Las páginas contenían nombres, fechas, y símbolos antiguos.
En una de ellas, el mismo lema grabado en el cuadro: Omnia vincit veritas.
Pero al final del libro, una nota escrita a mano, en tinta más reciente:
“Cuando la verdad resurja, el precio será la sangre del heredero.”
Livia sintió un escalofrío.
—No…
Dante apareció detrás de ella, silencioso.
—¿Qué encontraste?
—Algo que no debí leer.
—Muéstramelo.
Él tomó el libro, leyó en silencio y luego cerró los ojos.
—Esto lo escribió mi padre.
—¿Qué significa?
—Que la paz no se comprará con acuerdos, sino con sacrificios.
—¿Sacrificios?
—El último Moretti debe pagar por los pecados de los anteriores.
—¿Tú?
—Sí.
Livia lo miró con incredulidad.
—No puedes creer en eso.
—No es cuestión de creer, Livia. Es cuestión de historia.
—Entonces escríbela.
—No se reescriben las maldiciones.
—Pero se rompen.
Esa noche, los dos subieron a la torre de la villa.
Desde allí, el mar brillaba bajo la luna.
—¿Sabes qué es lo peor de los secretos? —dijo Dante.
—Que siempre terminan por gritar.
—Exacto. Y este ya empezó a hacerlo.
—¿Por qué lo dices?
—Porque los hombres del norte se están moviendo. Quieren la herencia.
—¿Y tú?
—No la quiero.
—Entonces dásela a alguien más.
—¿A quién?
—A quien pueda romper el ciclo.
Dante la miró, entendiendo lo que ella insinuaba.
—¿Tú?
—Yo no tengo el apellido, pero tengo la voluntad.
—¿Y qué harías con todo este poder?
—Devolverlo a quienes lo merecen.
—Eres peligrosa cuando hablas así.
—Solo cuando alguien intenta callarme.
Dante sonrió con cansancio.
—No sé si eres mi redención o mi castigo.
—Tal vez ambas cosas.
El viento sopló con fuerza, levantando polvo de siglos.
—¿Sabes, Livia? —dijo él—. Cuando te conocí, pensé que eras solo una restauradora.
—Y tú, un criminal.
—Tal vez seguimos siéndolo.
—No. —Ella lo miró con decisión—. Ahora somos quienes deciden qué historia se conserva y cuál se destruye.
El silencio los envolvió.
Livia levantó la vista al retrato que colgaba en la torre: la mujer y el hombre del cuadro, los mismos rostros que habían marcado su destino.
—Ellos murieron por amor —susurró.
—Y nosotros viviremos por él —respondió Dante.
Pero mientras lo decía, ambos sabían que el eco de aquella profecía no había terminado.
En algún lugar de la isla, una nueva sombra ya se movía entre las ruinas del poder.
La casa, una vez más, guardaba secretos que ninguno estaba listo para escuchar.