Entre Sombras y Rosas

Capítulo 9: El regreso del norte

El amanecer trajo consigo el sonido de motores.

Desde la ventana de la torre, Livia vio tres autos negros avanzar por la carretera que conducía a la villa.

—No esperaba visitas —dijo Dante, tomando los prismáticos.
—¿Quiénes son?
—Los Bianchi. Los antiguos aliados del norte.
—¿Los mismos que ayudaron a los Vitale?
—Los mismos.

—¿Qué quieren?
—Negociar… o advertir.
—¿Y qué harás?
—Escuchar. Y decidir si todavía tienen lengua o solo dientes.

Los autos se detuvieron frente a la entrada principal.

Cuatro hombres bajaron, todos vestidos con trajes oscuros y gafas de sol.

El que lideraba era un hombre de cabello plateado y rostro afilado: Enzo Bianchi, el patriarca.

—Dante Moretti —dijo con una sonrisa tensa—. Cuánto tiempo sin vernos.
—El tiempo suficiente para que olvides cómo entraste la última vez.
—No lo olvidé. Solo lo reinterprete.
—Los muertos no entienden de interpretaciones.

Enzo soltó una breve carcajada.
—Sigo viendo que tienes el mismo humor que tu padre.
—Y la misma memoria.
—Por eso estamos aquí. Para que no sigas recordando.

Dante no respondió.

Livia, de pie junto a la escalera, lo observaba con atención.

Enzo la vio y arqueó una ceja.
—¿Y quién es ella?
—Mi consejera.
—Una mujer en la mesa. Qué tiempos.
—Los tiempos cambian, Enzo. Algunos sobreviven, otros se extinguen.
—Y tú, Moretti, ¿de cuál eres?
—Del que aprende a callar antes de disparar.

Enzo sonrió, pero sus ojos eran puro cálculo.
—Hablemos adentro.
—Aquí. Donde todos puedan vernos.

Livia intervino:
—Si es una negociación, que haya testigos.

Enzo la observó con interés.
—Tiene agallas, señorita.
—No necesito agallas cuando tengo verdad.

Él rió.
—La verdad no existe en este negocio.
—Entonces por eso siempre pierden.

El silencio cayó como una losa.

Dante apenas sonrió.
—Ella habla por mí.

Enzo comprendió que había perdido la iniciativa.
—Vinimos a ofrecer paz —dijo al fin—.
—La paz no se ofrece, se demuestra.
—Podemos entregar información sobre los remanentes Vitale.
—¿A cambio de qué?
—Protección.
—No doy lo que no puedo garantizar.

—¿Ni siquiera a cambio de la vida de tus hombres?
—Ellos sabían a qué se unían.

—Y tú sabías que el norte no perdona.
—Entonces tráeme su perdón en papel, con firmas y sangre.

Enzo lo miró con rabia contenida.
—No habrá segunda oferta.
—Tampoco segunda oportunidad.

Los hombres del norte se marcharon sin despedirse.

Cuando los motores se perdieron en el camino, Dante se apoyó en la baranda.
—Vendrán por nosotros.
—Entonces no esperemos —dijo Livia.

—¿Qué propones?
—Que los ataquemos antes de que lleguen.
—Eso sería declarar guerra al norte.
—Ellos ya la declararon cuando cruzaron nuestras tierras.

Dante la miró con mezcla de sorpresa y respeto.
—Tienes el alma de un general.
—Y tú la de un mártir.

Esa noche, el consejo de los Moretti se reunió.

Viejos aliados, nuevos rostros.

Livia se sentó junto a Dante, ante una mesa de madera marcada por el tiempo.

—Los Bianchi mueven armas desde Milán —dijo uno de los hombres.
—Y compran silencio en Roma —añadió otro.
—Entonces quemaremos sus puertos y romperemos sus contratos —dijo Dante.
—Eso costará sangre.
—Ya pagamos con la nuestra.

Livia levantó la voz.
—No se trata solo de vencer, sino de sobrevivir al triunfo. Si destruyen al norte, el sur quedará vacío.
—¿Qué sugieres, signora Caruso? —preguntó uno de los jefes.
—No somos enemigos, somos herederos de una misma historia. Denles una salida.
—¿Negociar?
—No. Seducirlos con algo que no puedan rechazar.
—¿Y qué sería eso?
—Legitimidad.

Dante la observó.
—Explica.
—Si creamos una alianza legal —una empresa, un frente visible— que una las antiguas familias, nadie podrá tocarnos sin declararse enemigo del sistema.

—Una fachada —dijo Dante.
—Una revolución silenciosa.

Hubo murmullos.

—¿Una mujer dirigiendo negocios? —preguntó uno con tono burlón.

Dante golpeó la mesa con la palma.
—Una mujer que acaba de salvarles la vida.

El silencio fue inmediato.

—Que así sea —dijo el más anciano—. Que Caruso dirija la fundación.

Livia respiró hondo.

Dante la miró con algo más que orgullo.
—Acabas de cambiar la historia.
—No. Solo la estoy restaurando.

A medianoche, la villa estaba en calma.

Livia salió al jardín, donde las rosas florecían bajo la luna.

Dante se acercó en silencio.
—Nunca creí que confiaría en alguien tan rápido.
—No confías. Observas.
—Y tú, ¿confías en mí?
—Todavía no. Pero empiezo a entenderte.

—¿Y qué entiendes?
—Que no eres el monstruo que finges.
—No lo finjo.
—Sí, lo haces. Para que nadie vea al hombre detrás del mito.

—¿Y tú qué ves?
—Al hombre que intenta cambiar un mundo que no cambia.

Dante bajó la mirada.
—Si esto sale mal, nos matarán a los dos.
—Entonces vivamos deprisa.
—Eres peligrosa, Livia.
—Y tú, un hombre que empieza a tener algo que perder.

El viento sopló, y las rosas negras de la villa se agitaron.

Desde las colinas del norte, una sombra observaba.

Enzo Bianchi no se había ido.

—Si los Moretti creen que ganaron —dijo al teléfono—, no entienden que los muertos siempre regresan a casa.




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