El fuego del puerto de Palermo ardió tres días y tres noches.
Cuando por fin se apagó, Sicilia amaneció distinta.
En los periódicos, en las calles, en los susurros del mercado, el nombre Moretti sonaba con un respeto que antes era miedo.
Y junto a ese nombre, uno nuevo comenzaba a extenderse: Caruso.
En la villa, las campanas de la iglesia del valle repicaban con una solemnidad antigua.
Livia observaba desde la terraza, el viento agitando su cabello, el olor a tierra húmeda recordando que la paz era apenas una tregua que había que cuidar.
—¿Pensando en volver a Roma? —preguntó Dante, acercándose con una taza de café.
—Pensando en no volver a lo que ya no existe.
—Roma sigue en pie.
—Pero nosotros ya no somos los mismos.
—¿Eso te asusta?
—No. Me da sentido.
Se sentaron en silencio.
Desde allí podían ver el mar, el mismo que había sido testigo de la guerra y que ahora parecía dormir.
—¿Y ahora qué harás con todo esto? —preguntó ella.
—Reconstruir. Limpiar. Negociar con los que aún creen que la fuerza está en las armas.
—¿Y si se equivocan?
—Entonces tendrán que aprender a perder.
—No todos aceptan perder.
—Por eso existen líderes.
—¿Y tú lo eres?
—Lo intento.
—No. —Livia lo miró—. Lo eres porque no querías serlo.
Dante desvió la mirada hacia el horizonte.
—No imaginé que sobreviviría a todo esto.
—Ni yo.
—¿Qué te mantiene aquí, Livia?
—El mismo fuego que me trajo.
—¿Y si se apaga?
—Entonces lo encenderé otra vez.
Esa tarde, el consejo se reunió por primera vez desde la caída de los Vitale.
Los jefes de las familias del sur, los nuevos empresarios, los abogados, los reformistas… todos esperaban algo distinto de Dante.
—La isla está lista para una nueva era —dijo uno de los ancianos.
—Una era sin cadenas —añadió otro.
—Y sin máscaras —concluyó Livia.
Todos la miraron.
—Signora Caruso —dijo el anciano con respeto—. ¿Qué propone usted?
—Un consejo mixto.
—¿Mixto?
—Hombres y mujeres. Moretti y Caruso.
—Eso va contra la tradición.
—Entonces rompamos la.
El silencio se alargó.
—Las tradiciones son lo único que nos mantiene unidos —dijo otro.
—No —respondió Livia—. Lo que nos une son los errores que juramos no repetir.
Dante la observó.
—Ella tiene razón —dijo finalmente—. Si seguimos gobernando con miedo, el norte volverá.
—¿Y si el norte vuelve igual?
—Entonces encontrará un sur distinto.
Esa noche, mientras los demás dormían, Livia recorrió los pasillos de la villa.
En el estudio, sobre el escritorio, encontró una caja de madera cerrada con llave.
No la había visto antes.
La abrió con cuidado.
Dentro había cartas.
Todas firmadas con la misma inicial: D.
Eran de Dante Moretti padre, escritas durante la guerra contra los Vitale.
En una de ellas, leyó:
“No heredamos el poder, heredamos las heridas que deja.
Si algún día encuentras a alguien capaz de curarlas, protégela.
No como posesión, sino como destino.”
Livia guardó silencio largo rato.
—Así que era verdad… —susurró.
—¿Qué era verdad? —preguntó Dante desde la puerta.
Ella lo miró.
—Que tu padre creía en el amor.
—Y por eso murió.
—No. Murió porque amó solo a su causa. Tú todavía puedes elegir algo distinto.
Dante se acercó despacio.
—¿Y tú? ¿Qué eliges?
—La verdad.
—¿Incluso si duele?
—Sobre todo si duele.
Por un momento, ninguno habló.
Afuera, el viento azotaba las ventanas.
—No sé qué haré sin ti cuando todo esto acabe —dijo él en voz baja.
—Entonces asegúrate de que no acabe.
Él sonrió, apenas.
—Prometer eso sería tentar al destino.
—No es una promesa. Es una advertencia.
En los días siguientes, la “Fundación Moretti-Caruso” tomó forma.
Bajo su nombre, comenzaron a operar empresas legales, proyectos de reconstrucción, acuerdos con políticos y comerciantes.
Sicilia estaba cambiando.
Enzo Bianchi había sido declarado muerto oficialmente, pero Dante no confiaba en los fantasmas.
—Los muertos solo descansan cuando alguien deja de nombrarlos —decía.
Y aunque la villa parecía en calma, Livia sabía que aún había ecos escondidos.
A veces, por las noches, juraba oír voces en el ala vieja de la casa.
Voces que decían su nombre.
Una tarde, encontró un sobre bajo la puerta.
Sin sello, sin firma.
Dentro, una sola frase escrita a mano:
“El reino nuevo aún tiene deudas antiguas.”
Livia sintió que el aire se volvía pesado.
Dante entró justo a tiempo para ver su rostro.
—¿Qué ocurre?
Ella le mostró la nota.
—Alguien más conoce nuestra historia.
—Entonces —dijo él con voz grave—, la guerra no terminó.
—No —respondió Livia, mirando el mar oscuro—. Sólo cambió de nombre.