La tormenta llegó sin aviso.
Desde la torre de la villa, Livia observaba cómo el mar rugía contra los acantilados, como si la isla quisiera recordarles que nada permanece en calma por mucho tiempo.
En su escritorio, la nota seguía sobre la mesa:
“El reino nuevo aún tiene deudas antiguas.”
Cada palabra pesaba como una advertencia.
—¿Sabes quién la envió? —preguntó Dante desde el umbral.
—No. Pero quien lo hizo sabía cómo entrar sin ser visto.
—Entonces no fue un enemigo.
—¿Un aliado?
—Uno que dejó de serlo.
Esa tarde, el consejo se reunió en el gran salón.
Los representantes de las familias menores habían llegado, y el aire estaba tenso.
—La prensa habla de corrupción en la Fundación —dijo uno de los empresarios—.
—Hablan porque alguien les pagó para hacerlo —respondió Dante.
—Los donantes se retiran.
—Déjalos. Volverán cuando comprendan que la verdad no se compra.
Livia observó los rostros a su alrededor.
En ellos vio algo que antes no había: miedo.
—Hay una filtración —dijo finalmente.
—¿De quién? —preguntó Dante.
—De alguien que conoce nuestros movimientos, nuestras cifras, nuestras reuniones.
—¿Alguna sospecha?
—Una certeza.
Se levantó y caminó hacia la ventana.
—El traidor no vino de fuera. Está sentado entre nosotros.
Un murmullo recorrió la sala.
—¿Qué insinúas, Caruso? —preguntó un hombre de cabello oscuro, Massimo De Luca, uno de los nuevos socios.
—No insinúo —respondió Livia—. Afirmó.
—¿Tienes pruebas?
—Aún no. Pero tengo memoria.
—La memoria no basta en este mundo.
—A veces es lo único que queda.
Dante intervino.
—Basta. No habrá juicios sin pruebas.
—Pero habrá vigilancia —añadió Livia—. Desde hoy, todo movimiento financiero pasará por mis manos.
Hubo protestas, murmullos, pero ninguno se atrevió a desafiarla abiertamente.
Cuando la reunión terminó, Dante se acercó.
—¿Por qué lo dijiste así?
—Porque si lo decía con suavidad, me ignorarían.
—Massimo no olvidará esa humillación.
—Mejor. Así se descubrirá más rápido.
—Estás jugando con fuego.
—Aprendí de ti.
Esa noche, Livia revisaba los registros financieros en el despacho.
En una de las cuentas, encontró algo extraño: transferencias a un banco en Milán, con montos fraccionados y fechas que coincidían con las filtraciones a la prensa.
—Massimo… —murmuró.
En ese momento, la puerta se abrió.
Dante entró, sin anunciarse.
—¿Aún despierta?
—Más bien, sin dormir.
—¿Qué encontraste?
—Pruebas.
Le mostró los documentos.
Dante los observó con expresión dura.
—Sabía que él sería el primero en vendernos.
—¿Qué harás?
—Nada, todavía.
—¿Por qué?
—Porque quiero que crea que ganó.
—¿Y si nos destruye desde dentro?
—Entonces veremos quién cae primero.
Livia lo miró.
—Dante, esto no puede seguir así.
—No hay otra forma.
—Sí la hay.
—¿Cuál?
—La tuya. La que tu padre imaginó.
Dante se tensó.
—Leí sus cartas —dijo ella suavemente—.
—No debiste.
—Tenía que hacerlo.
—¿Y qué aprendiste?
—Que el poder solo se limpia con verdad.
—La verdad mata.
—No. Solo asusta.
Él la observó con una intensidad silenciosa.
—Eres más valiente de lo que aparentas.
—No. Solo más cansada del miedo.
—Y si te equivocas…
—Entonces caeré contigo.
Los días siguientes fueron una danza de estrategias.
Massimo empezó a moverse, confiado, filtrando información a sus contactos del norte.
Livia lo dejó hacer.
Hasta que, una noche, en una cena oficial, presentó las pruebas ante todos.
—Esta —dijo ella, colocando los documentos sobre la mesa— es la verdad que tanto temían.
Massimo intentó negar, pero los números hablaban solos.
Dante se levantó lentamente.
—Has manchado el nombre Moretti. Y eso no se perdona.
—Solo intenté sobrevivir —dijo Massimo.
—Sobrevivir no es traicionar. Es elegir. Y tú elegiste mal.
Livia lo observó con compasión.
—No hay victoria en la traición. Solo vacío.
Dante asintió.
—Que se marche. Sin fortuna, sin aliados, sin nombre.
Massimo lo miró con odio.
—Crees que ganaste, Moretti. Pero el norte no se olvida.
—Yo tampoco —respondió Dante.
Cuando el traidor se fue, el silencio volvió a la sala.
—Has salvado esta familia —dijo Dante.
—No. Solo la limpié un poco.
—Y a mí —añadió él, en voz baja—. También me salvaste.
—No digas eso.
—¿Por qué?
—Porque aún no terminamos.
—¿Y si nunca terminamos?
—Entonces seguiremos construyendo en medio de las ruinas.
Dante se acercó.
—Eres la única persona que me desafía sin miedo.
—Porque el miedo te mantiene quieto.
—Y tú me mantienes vivo.
Por primera vez, Livia no respondió.
Afuera, la tormenta se disipaba.
Dentro, algo en el aire cambió:
no era poder, ni rabia, ni guerra…
sino el temblor sutil de dos almas que empezaban a reconocerse.