El amanecer llegó envuelto en humo.
Desde la terraza, Livia veía el mar cubierto por una neblina espesa, como si el agua misma quisiera guardar silencio.
En sus manos, la grabadora pesaba más que cualquier arma.
Era pequeña, casi insignificante, pero dentro de ella dormía la historia que podía destruirlos… o salvarlos.
Dante entró en la habitación, vestido de negro, con el rostro más cansado que nunca.
—¿Aún no lo decidiste?
—Sí —dijo Livia, sin apartar la vista del horizonte—. Pero no sé si es lo correcto.
—Nada lo es, hasta que deja de doler.
—Si publicamos esto, perderás todo.
—Y si no lo hacemos, no quedará nada que valga la pena tener.
Bajaron juntos al despacho principal.
El consejo los esperaba.
En la mesa central, una computadora portátil y una conexión segura.
—La prensa internacional está lista —dijo Serena—. Si lo envías, no habrá marcha atrás.
—No la necesito —respondió Livia.
Dante tomó su mano.
—Cuando esto se publique, no volveremos a ser invisibles.
—Nunca fuimos. Solo nos ocultaron detrás de los apellidos.
Livia conectó la grabadora.
En la pantalla, los rostros de los periodistas se multiplicaron.
—¿Está lista, signora Caruso? —preguntó uno.
—Sí. Pero no hablo solo por mí. Hablo por todos los que murieron para que hoy se sepa la verdad.
Dante la observaba en silencio.
—Empieza —susurró.
—“Durante más de un siglo,” —dijo Livia ante las cámaras— “las familias Moretti, Vitale y Caruso dominaron el sur de Italia. Lo hicieron en nombre del honor, pero en realidad fue miedo.
La Confraternità della Croce nació de ese miedo.
Se alimentó de sangre y silencio.
Y ambas cosas se heredaron como si fueran virtudes.”*
Pausó.
—“Mi madre, Elena Caruso, intentó detenerlo. La asesinaron por eso.
Hoy, con esta grabación, demostraremos que el poder no se limpia con violencia, sino con verdad.
Porque la verdad, cuando se nombra, se convierte en fuego. Y el fuego no destruye: purifica.”*
Las palabras quedaron flotando en el aire.
Dante cerró los ojos.
Afuera, la tormenta comenzó a rugir.
Minutos después, la grabación se transmitió en todo el país.
Las voces de los culpables resonaron por televisión, radio, redes.
En Roma, los ministros hablaban de investigaciones.
En Milán, las cuentas de la Confraternità fueron congeladas.
En Sicilia, las campanas repicaron sin que nadie las tocara.
Y en la villa Moretti, el silencio se volvió casi sagrado.
—Lo hiciste —dijo Dante.
—Lo hicimos.
—¿Y ahora?
—Esperar la respuesta del fuego.
Esa noche, no hubo luz en la villa.
Afuera, solo el viento y el sonido lejano del mar.
Livia no podía dormir.
Bajó al estudio.
El retrato de la mujer con la rosa negra seguía colgado en su lugar, restaurado, perfecto.
—Por fin te devolvimos tu historia —susurró.
Detrás de ella, Dante se apoyó en la puerta.
—¿Crees que tu madre estaría orgullosa?
—Creo que por primera vez, descansaría.
—Y nosotros…
—Nos toca vivir con lo que encendimos.
Él se acercó lentamente.
—Siempre dijiste que el fuego purifica.
—Sí.
—Pero también quema.
—Entonces aprendamos a arder sin desaparecer.
Se miraron, el silencio entre ambos era más pesado que el mar.
—¿Y si el mundo nos odia por lo que hicimos? —preguntó él.
—Entonces que nos odie juntos.
Dante asintió.
—Juntos, entonces.
Afuera, los rayos cruzaron el cielo sobre el mar.
En la distancia, las sirenas anunciaban el cambio de una era.
Y dentro de la villa, entre ceniza y verdad, los dos herederos de un pasado maldito habían comenzado a escribir el suyo.
No con sangre.
Sino con fuego.