Entre Sombras y Rosas

Capítulo 20: El amanecer de las ruinas

El amanecer sobre Sicilia era de un oro suave, casi tímido.

El mar, calmo, parecía haber olvidado los días de fuego y las noches de humo.

Pero Livia sabía que la tierra no olvida, solo guarda.

Caminaba descalza por el jardín.

Las rosas negras estaban cubiertas de rocío.

—Parecen nuevas —dijo una voz detrás de ella.
—No lo son —respondió Livia, sin girar—. Solo florecen sobre lo que ya se quemó.
—Como nosotros.

Dante se acercó. Su sombra se alargó junto a la de ella, unidas sobre la hierba húmeda.

—Roma quiere verte —dijo él.
—Roma quiere controlarme.
—Roma no sabe qué hacer contigo.
—Entonces que espere.

—No pueden esperar mucho —replicó él con suavidad—. La isla es símbolo, Livia.
—Y los símbolos se usan hasta que dejan de servir.
—¿Y si esta vez no te dejas usar?
—Entonces seré mito.

Dante sonrió apenas.
—¿Te gustaría eso?
—Prefiero ser memoria. Los mitos se olvidan cuando dejan de ser útiles.

En la sala de juntas, Serena y Rinaldo discutían con los nuevos representantes del gobierno.

—No queremos volver al pasado —decía Serena—, pero tampoco fingiremos que todo está limpio.
—Italia quiere paz —respondió el delegado de Roma.
—La paz no se firma —intervino Livia—. Se sostiene.

Todos callaron.

—El sur sigue siendo tuyo, Caruso —dijo el delegado—. Pero el norte…
—El norte ya no es de nadie.
—Eso nunca es verdad.

—No —dijo Livia—. Pero por primera vez, puede serlo.

Dante la observó con una mezcla de orgullo y melancolía.

En esa mujer veía la llama que su padre nunca comprendió, y el futuro que él mismo había temido soñar.

Esa noche, cuando el consejo se disolvió, Livia subió a la torre.

Desde allí, el mar brillaba bajo la luna.

Dante la siguió en silencio.
—No sabes estar sola —le dijo con una sonrisa leve.
—No. Solo sé pensar acompañada de fantasmas.
—¿Y los fantasmas qué te dicen?
—Que todavía hay algo por escribir.
—¿Otra guerra?
—No. Un legado.

Dante se apoyó junto a ella.
—¿Sabes? Pensé que el fuego nos consumirá.
—Nos consumió —dijo Livia—. Pero dejó espacio para algo nuevo.

—¿Qué?
—Fe. No en Dios, ni en los hombres. En nosotros.

El viento del amanecer llegó desde el norte, cargado de sal.

Livia miró el horizonte.

—¿Sabes qué veo? —preguntó.
—El futuro.
—No. Las ruinas del pasado, volviéndose tierra fértil.

—Entonces ahí sembrarás.
—No. Sembraré en ti.

Dante la miró, sorprendido.
—¿En mí?
—Sí. Porque si algún día me pierdo, quiero que la historia me recuerde en tus palabras.
—Y si soy yo quien se pierde…
—Te buscaré en el fuego.

Al amanecer, los dos se quedaron frente al mar, sin hablar.

El sol salía despacio, iluminando las ruinas de lo que fueron y la promesa de lo que serían.

—¿Sabes qué somos ahora? —preguntó Livia.
—No.
—Somos el amanecer después del incendio.

Y por primera vez, el fuego no los separó.

Los unió.




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