El verano llegó antes de tiempo.
Sicilia se llenó de calor, de aire salado y de murmullos en los mercados.
Los periódicos hablaban de “la nueva isla”, pero Livia sabía que las heridas no sanan con titulares.
—La gente quiere creer en algo —dijo Serena, caminando junto a ella entre las calles reconstruidas.
—Entonces dales la verdad.
—La verdad me asusta.
—También cura.
—¿Y tú? —preguntó Serena—. ¿Todavía crees?
—Creo en el sur. Y en que esta vez no gobernará el miedo.
En la villa, Dante trabajaba con arquitectos.
—Quiero abrir la escuela en otoño —decía—. No solo para hijos de familias viejas. Para todos.
—¿Una escuela? —preguntó uno de los hombres, confundido.
—Sí. Enseñaremos lo que el silencio nos robó: historia.
Livia llegó en ese momento, observando los planos.
—Estás convirtiendo la casa en un refugio.
—Ya lo fue alguna vez.
—No para todos.
—Por eso la abriremos.
—¿Y si no lo entienden?
—Entonces que aprendan a entender.
Esa noche, Livia revisó los archivos antiguos en el despacho.
Entre las cartas de su madre encontró una que nunca había leído.
“Hija mía, si un día lees esto, sabrás que el poder no es herencia, es elección.
Si eliges amar en medio de las ruinas, habrás vencido a la historia.”
Livia cerró los ojos.
—Madre, lo intento —susurró.
Afuera, Dante la esperaba en el jardín.
—Te busqué —dijo.
—A veces necesito perderme para volver.
—¿Dónde estuviste?
—Con los fantasmas.
—¿Y qué dijeron?
—Que aún no terminamos.
—Entonces sigamos.
—¿Hacia dónde?
—Hacia el sur, siempre hacia el sur.
Pasaron los meses.
Las obras comenzaron.
Niños corriendo por los patios, ancianos ayudando a limpiar los muros, las risas reemplazando por fin el sonido de los disparos.
—Mira —dijo Dante—. Creí que nunca vería esto.
—¿Qué ves?
—Vida.
—No es poco.
—No, pero tampoco es suficiente.
—¿Por qué?
—Porque aún temo perderla.
—Entonces no temas —respondió Livia—. El miedo es lo único que puede destruir lo que tanto costó construir.
Una tarde, al caer el sol, subieron juntos a la torre.
Desde allí, las aldeas parecían pequeñas brasas encendidas sobre la tierra.
—Parece un mapa de fuego —dijo Livia.
—Es el sur respirando.
—¿Crees que durará?
—Mientras haya quien lo mire con esperanza.
—Entonces prometemos una cosa —dijo ella.
—¿Cuál?
—Que si el fuego vuelve, no lo temeremos.
—Prometido.
El silencio se extendió, cálido, entre ellos.
Livia respiró hondo.
—¿Sabes? Creo que el sur no nos pertenece.
—Lo sé.
—Nosotros le pertenecemos a él.
Dante la miró.
—Entonces que el sur nos guarde.
—Y que el fuego, esta vez, nos bendiga.
Afuera, el viento levantó las cenizas del pasado y las llevó hacia el mar.
No eran restos de destrucción, sino promesas flotando en la luz del atardecer.