Entre Sombras y Rosas

Capítulo 24: El juramento de las sombras

El silencio del poder nunca es inocente.

Siempre oculta algo.

En los días que siguieron al descubrimiento del nombre “Raffaele Santoro”, el ambiente en la villa cambió.

Las reuniones se volvieron más frías, las miradas más largas, y los murmullos en los pasillos se llenaron de un miedo que ya no tenía rostro, pero sí memoria.

Livia sabía que el pasado estaba regresando, pero esta vez no con símbolos ni banderas, sino con promesas susurradas al oído.

—El sur empieza a dividirse —le dijo Serena una tarde—. Algunos creen que Santoro tiene razón.
—¿Y qué razón les ofrece?
—La más antigua: el orgullo.
—El orgullo es la religión de los que no soportan mirarse al espejo.
—Aun así, sigue siendo la más peligrosa.

Dante convocó una reunión urgente en la galería de mármol.

Estaban todos los jefes regionales, los representantes de las nuevas cooperativas y los viejos aliados.

—Michele Santoro está actuando desde la sombra —dijo—. No declarará guerra, pero socavar lo que construimos.
—¿Y qué propones? —preguntó uno.
—Lealtad.
—¿Y si no la tenemos?
—Entonces lo sabremos muy pronto.

Livia lo observó desde el otro extremo de la mesa.
—No bastará con exigir —intervino—. Hay que devolverle sentido.
—¿Qué quieres decir?
—Que no se puede pedir fidelidad a una causa que ya nadie entiende.
—Entonces recuerden qué estamos defendiendo.
—La verdad —respondió Livia—. Aunque ya no sea cómoda.

Esa noche, recibió una invitación escrita a mano:

“Si quieres entender la raíz de todo, ven sola al puerto de Cefalù. Medianoche.”

Dante la encontró leyendo el mensaje.
—No vas a ir.
—Sí, voy.
—Es una trampa.
—Tal vez. Pero las trampas también revelan quién las tiende.
—Iré contigo.
—No. Esta vez no.
—Livia, no...
—Dante, confía.

La noche en Cefalù era densa, sin estrellas.

Las luces del puerto apenas iluminaban los muelles, y el mar tenía el color del acero.

Livia caminó entre los contenedores hasta que una figura emergió de la oscuridad.

—Sabía que vendrías —dijo Michele Santoro.
—Sabías que no temo al pasado.
—Temes perder lo que crees haber creado.
—No temo al fuego, Santoro. Lo encendí yo misma.

—Mi padre murió por tu verdad.
—Tu padre murió por su mentira.

—¿Crees que puedes borrar tu nombre?
—No. Pero puedo hacer que signifique algo distinto.
—¿Qué te hace pensar que el sur te pertenece?
—Nada. Y por eso mismo lo defiendo.

Santoro sonrió con frialdad.
—No todos te seguirán, Caruso. El pueblo recuerda a quien da pan, no a quien da discursos.
—Entonces daré pan también. Pero no a cambio de obediencia.
—Tu idealismo te matará.
—Y tu rencor te dejará solo.

De regreso en la villa, Dante la esperaba despierto.

—Lo viste, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué quiere?
—No quiere nada. Quiere que todo vuelva a ser como antes.
—Eso nunca pasará.
—Por eso mismo es peligroso.

—¿Te amenazó?
—No con palabras. Pero en su mirada había más fuego que en una guerra.

—¿Y qué harás?
—Lo que él nunca podría: construir sin destruir.

Dante asintió, con el rostro tenso.
—Entonces no estaremos a salvo.
—Nadie que diga la verdad lo está.

Días después, una noticia sacudió los periódicos locales:

“Explosión en el puerto de Cefalù. Tres heridos, un desaparecido.”

Livia cerró los ojos.

—Santoro empezó la guerra —dijo.

—No —respondió Dante—. La guerra nunca terminó.

Esa noche, en el jardín, el viento soplaba fuerte.

Las rosas negras se movían como si también tuvieran miedo.

Livia habló en voz baja:

—Juro que no volverán las sombras sin que antes se escuche la verdad.

Dante la miró.
—¿Un juramento?
—Sí. De los que no se rompen.
—Entonces júralo conmigo.

Ella extendió su mano.

—Por los que murieron.
—Y por los que vendrán.
—Por el fuego.
—Y por la paz.

Las sombras parecieron inclinarse ante ellos.

Y así nació el juramento de las sombras,

no como promesa de poder,

sino como pacto de resistencia.




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