El invierno llegó temprano ese año.
Los vientos del norte soplaba con fuerza sobre Sicilia, trayendo consigo un frío que no era solo del clima.
Era el frío del desencanto.
En las calles, los carteles que alguna vez mostraron el rostro de Livia Caruso empezaron a cubrirse con otros nombres, nuevas promesas, viejos discursos.
—El sur se olvida rápido —dijo Serena, mirando por la ventana.
—No olvida —respondió Livia—. Se protege.
—¿De quién?
—De la esperanza.
Dante se acercó con una taza de café.
—El consejo se reunirá mañana.
—¿Con quién?
—Con los que aún creen.
—¿Y los demás?
—Esperan que el fuego se apague por sí solo.
—Entonces que esperen.
Esa noche, Livia escribió en su cuaderno:
“El poder es una hoguera que nadie limpia.
Cuando el invierno llega, solo los fieles se quedan junto a las brasas.”
A la mañana siguiente, el consejo se reunió en la vieja biblioteca.
Las estanterías olían a polvo y a papel húmedo.
—Santoro propone una asamblea —dijo Rinaldo—. Dice que quiere paz.
—La paz no se firma con quien enciende la guerra.
—Pero si lo rechazas, dirán que eres tú quien divide.
—Que lo digan.
Dante la observaba con atención.
—Livia, a veces la historia se gana con silencio.
—No. Se gana con persistencia.
—No puedes luchar contra todos.
—No quiero. Solo contra los que olvidan.
Afuera, la gente se reunía frente a la villa.
No eran multitudes, pero sí los que quedaban: pescadores, maestras, obreros, los hijos de quienes habían visto nacer la nueva Sicilia.
—Signora Caruso, ¿seguirá la escuela abierta? —preguntó una mujer con un niño en brazos.
—Sí.
—Dicen que ya no hay dinero.
—Habrá.
—Dicen que los del norte regresarán.
—Entonces aprenderemos a resistir otra vez.
El niño levantó la vista.
—¿Y si tengo miedo?
—Tenlo —respondió Livia—. Pero no dejes que el miedo decida por ti.
Esa noche, el viento soplaba con fuerza.
Las velas del salón parpadeaban, proyectando sombras sobre las paredes.
Dante se acercó a la chimenea.
—El invierno siempre traen silencio.
—Y el silencio, decisiones —dijo Livia.
—¿Cuántas veces podemos empezar de nuevo?
—Las que sean necesarias.
—¿Incluso si perdemos todo otra vez?
—Incluso entonces.
—A veces me pregunto de dónde sacas la fuerza.
—De lo que ya perdí.
Días después, llegó una carta sellada con el emblema de Roma.
Convocatoria oficial a audiencia en el Senado.
Livia debía declarar sobre los movimientos de la Fundación.
—Te pondrán a prueba —dijo Dante.
—Entonces hablaré con verdad.
—Y si usan tus palabras contra ti…
—Que lo hagan. La verdad no cambia porque la repitan con odio.
En Roma, el Senado estaba lleno.
Livia caminó sola por el pasillo central.
Los fotógrafos capturaron cada paso, como si presintiera que estaban viendo la historia.
—Signora Caruso, ¿niega haber usado fondos del sur para fines personales? —preguntó un senador.
—Sí.
—¿Y puede probarlo?
—No necesito probar lo que el pueblo ya sabe.
—El pueblo olvida.
—Entonces que lo recuerde conmigo.
Murmullos. Voces.
—Usted no tiene aliados —dijo otro.
—No necesito aliados. Tengo memoria.
Silencio.
—¿Y qué espera lograr con tanta obstinación?
—Que el sur no vuelva a vender su alma por miedo.
Al salir, la prensa la rodeó.
—¿Ha terminado su lucha, Signora? —preguntó un periodista.
—La lucha termina cuando las generaciones que vienen ya no tienen que repetir la mía.
De regreso en Sicilia, el invierno empezaba a romperse.
Las primeras flores crecían entre las ruinas del jardín.
Dante la esperó en la torre.
—Volviste.
—Siempre vuelvo.
—¿Cómo estuvo Roma?
—Fría. Pero ya no temo al frío.
—¿Y ahora?
—Ahora espero.
—¿Qué cosa?
—Que la primavera nos crea.
El viento se calmó.
Las sombras del invierno comenzaron a disiparse.
Y Livia Caruso, de pie frente al mar, comprendió que los fieles no son los que nunca dudan,
sino los que siguen cuando el fuego parece haberse apagado.