Entre Sombras y Rosas

Capítulo 27: La primavera de los que esperan

La primavera no llega de golpe.

Se anuncia en susurros: en el aire más tibio, en la luz que dura un poco más, en los silencios que ya no duelen tanto.

En Sicilia, las flores comenzaron a abrirse entre los muros rotos.

Las fachadas siguen manchadas de hollín, pero entre las grietas crecía vida.

Livia caminaba cada mañana por los patios, saludando a los obreros, a los niños de la escuela, a las mujeres que cosían uniformes nuevos.

El sur, poco a poco, volvía a respirar.

—¿Te das cuenta? —dijo Serena una mañana—. No estás reconstruyendo edificios, Livia. Estás construyendo confianza.
—La confianza es más frágil que el mármol.
—Y tú más terca que la historia.

Livia sonrió, pero en sus ojos aún había cansancio.

—No sé cuánto tiempo más pueda sostener esto, Serena.
—Hasta que el sur aprenda a caminar solo.
—¿Y si nunca aprende?
—Entonces lo seguiremos empujando.

Dante regresó de Roma con noticias:

—El Senado aprobó los fondos para la reconstrucción —dijo.
—¿A cambio de qué?
—De silencio.
—Entonces no los quiero.
—Livia…
—El dinero que calla, mata.
—Y el orgullo también.
—Tal vez. Pero prefiero morir de orgullo que vivir arrodillada.

Dante suspiró.
—No sabes negociar.
—No. Sé resistir.

Esa tarde subieron juntos a la torre.

Desde allí, la isla parecía recién nacida.

El mar, tranquilo; los campos, verdes; y en el aire, el olor a tierra mojada.

—¿Recuerdas cuando todo era fuego? —preguntó Livia.
—Sí.
—¿Y ahora?
—Ahora somos brasas.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Depende de quién las mire.
—¿Y tú?
—Yo las encuentro hermosas.

Días después, se celebró el primer aniversario de la escuela.

Los niños presentaron obras teatrales sobre la historia de Sicilia: su lucha, su voz, sus cicatrices.

Uno de ellos, de apenas diez años, recitó una frase que Livia había dicho en un discurso meses atrás:

“El fuego no destruye. Ilumina lo que aún no hemos querido ver.”

Livia no pudo evitar sonreír.

Dante la observaba desde el fondo de la sala, con los brazos cruzados y el rostro sereno.

—Ahí está tu legado —dijo después, mientras caminaban hacia el jardín.
—No. Es solo el comienzo.
—¿Nunca te cansas de empezar?
—No. Es lo único que nos mantiene vivos.

Esa noche, el viento soplaba tibio desde el mar.

En el jardín, los rosales negros volvían a florecer.

Livia se detuvo frente a ellos.
—Cada año vuelven —dijo.
—Como nosotros —respondió Dante.

—¿Crees que el fuego por fin nos dejó en paz?
—No. Solo cambió de forma.
—¿Y ahora qué forma tiene?
—Tu mirada.

Ella lo miró en silencio, sin necesidad de palabras.

El viento movió los pétalos, la luna los bañó de plata, y por primera vez, Livia no pensó en guerras, ni en culpas, ni en herencias.

Solo en el milagro de seguir vivos.

—¿Qué somos ahora, Dante? —preguntó.
—Los que esperaron y no se rindieron.
—¿Y eso basta?
—Para esta primavera, sí.

Livia sonrió.

—Entonces que florezca el sur.
—Y que nos encuentre listos para volver a creer.

El mar respondió con un rumor suave,

como si la isla misma susurrara su bendición.




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