Epílogo: Bajo los cielos del sur

Pasaron los años, y el fuego se volvió historia.

En las plazas de Sicilia, los niños jugaban sin miedo,
y en las escuelas, los libros hablaban de un tiempo en que una mujer enseñó al sur a no callar.

Nadie recordaba los días exactos,
pero todos conocían el nombre:
Livia Caruso,
la que encendió la última llama.

La villa seguía en pie, aunque el mármol estuviera cubierto de musgo.

En el jardín, las rosas negras florecen cada primavera,
más grandes, más brillantes, como si la tierra misma recordará la promesa.

Dante caminaba entre ellas con paso lento.

Su cabello estaba canoso, su voz más suave.

A veces hablaba con el viento,
como si esperara una respuesta que sabía de memoria.

—Ella diría que no hay fin sin propósito —murmuraba.

En el pueblo, la gente aún visitaba la torre.

Algunos dejaron flores.

Otros, cartas escritas con la misma tinta azul que usaban los antiguos Guardianes.

En la pared, una frase estaba grabada en piedra:

“Hablar fue nuestra forma de amar.”

Nadie sabía quién la escribió,
pero todos sabían de quién hablaba.

Una tarde de verano, el viento cambió.

Sopló desde el norte, tibio, y trajo consigo el olor del mar.

Dante se detuvo frente al horizonte.

En el cielo, las nubes tenían forma de brasas apagadas.

—Livia —susurró—, el fuego sigue aquí.

En la torre, sobre el escritorio de madera,
Aún descansaba el cuaderno donde ella había escrito sus últimas palabras.

La tinta, ya desvaída, decía:

*“Si el fuego vuelve, que lo haga para iluminar.

Si el mar calla, que el viento hable por nosotros.

Y si el sur olvida,

que la memoria sea la forma más pura del amor.”*

Esa noche, el mar volvió a brillar con reflejos dorados.

Las olas parecían subir más alto,

como si quisieran tocar el cielo.

Y sobre ese mar inmenso,

bajo los cielos del sur,

La historia de Livia y Dante se volvió leyenda.

No de guerra,

ni de poder,

sino de dos almas que se atrevieron a hablar

cuando el mundo solo pedía silencio.