Entrecruces

Capítulo 1 : CONOCIÉNDONOS

En un parque tranquilo, bajo el calor suave de la tarde, una muchacha de unos trece años pedaleaba en su bicicleta. Tenía un aire inocente y alegre, con una sonrisa ligera mientras pasaba frente a un hombre que, sentado en una banca, sostenía un periódico que le cubría el rostro.

El hombre bajó el periódico apenas para verla pasar. Sus ojos la siguieron con una expresión que no inspiraba confianza. De repente, una sombra le cayó encima. Frente a él estaba un policía, firme, mirándolo de frente.
El hombre frunció el ceño, incómodo, y se levantó sin decir una palabra. El oficial negó con la cabeza en silencio, mientras el otro se alejaba.

Un par de jóvenes, sentados cerca, soltaron una risa discreta al ver la escena.
—Ese tipo da mala espina —comentó uno, con una voz áspera y confiada.
—Demasiada —dijo el otro, más tranquilo, con una sonrisa leve.

Ambos se despidieron con un apretón de mano. El de carácter fuerte se marchó primero. Poco después, su amigo también se fue por otro rumbo.

En medio del ambiente cotidiano, una motocicleta pasó veloz por la calle. Justo después, una mujer elegante, vestida de oficina, caminaba apresurada mientras hablaba por teléfono con el ceño fruncido. Parecía preocupada y molesta.
Un niño se le acercó con un pequeño paquete en la mano.

—Señora, ¿quiere comprar...?

Ella ni lo miró. Siguió su camino sin detenerse.
El niño bajó la mirada, guardó el paquete en su bolsillo y continuó caminando, cabizbajo.

El chirrido de una llanta sobre el cemento dio paso a otra escena. Diana llegó a su casa empujando la bicicleta, dejó su mochila en la sala y entró.

—¡Hola, má! ¿Qué haces?

—Nada hija, apenas terminé de limpiar —respondió Amanda desde la cocina, secándose las manos en un trapo.

—¿Y mi papá? ¿Dónde está?

—Ni idea... agarró las llaves, se subió a la moto y se fue. Ni siquiera se despidió de mí.

—Qué raro... Bueno, voy a casa de Vero. Tenemos una tarea en grupo.

—Está bien, ¿a qué hora regresás?

—Antes de las cinco ya estoy aquí, no te preocupés.
—Perfecto. Haceme un favor: cuando vengás de regreso, pasás por la tienda y me traés una media de queso.

Amanda sacó un billete del delantal y se lo dio. Diana asintió, la abrazó y salió con paso ligero.

En otro punto de la ciudad, un joven de mirada serena limpiaba con esmero las mesas de un comedor sencillo. Tenía el uniforme medio arrugado por el calor y el trabajo.

—¿Ya terminaste, Zacarías? —gritó una voz gruesa desde el fondo.

—Don Frank... ya sabe que me llamo Zack.

—Yo soy tu jefe, así que te digo como se me da la gana. Bueno, por hoy ya está. Tu pago está en la mesa.

Zack se limpió las manos y tomó el sobre con el dinero.
—Gracias, tengo clase en tres horas —dijo con una sonrisa cansada.
—Pues largate ya, muchacho.
—Adiós, Don Frank.

Al salir, Zack sacó su teléfono y marcó.
Una voz femenina respondió del otro lado.

—¿Bueno?

—¿Vero? ¿Está tu hermano?

—¡Xander! —gritó ella al fondo— ¡Te llaman!
—¿Podés esperar? —le dijo a Zack.

—No mucho. Decile que lo espero en la plaza a las dos y media.
—Ok, yo le digo.

Mientras tanto, Diana caminaba por una calle angosta. Desde una puerta entreabierta, alguien la observaba.

—Mirá, Polo. Esa cipota me ha salido dos veces hoy. Yo creo que es el destino —dijo Raúl, con una sonrisa torcida.

—Ya te vi, ja, ja. Capaz que sí —respondió el otro.
Ambos rieron entre dientes, mientras la puerta se cerraba lentamente.

Gerardo, el oficial de policía, entraba a su apartamento. Se quitó la gorra y dejó el maletín en el suelo.

—¿Hola? ¿Hay alguien aquí?

Una vocecita suave lo llamó desde una esquina del pasillo.

—Papá...

—¡Ey, campeón! ¿Dónde está tu mami?

—Mami no... solo dormí.

—¿No sabés si salió?

El niño negó con la cabeza y se abrazó a su osito de peluche. En ese momento, se oyó el motor de una motocicleta apagarse afuera. Gerardo se asomó por la ventana, pero no vio nada.

La puerta se abrió. Mariela entró cargando una bolsa y frunciendo el ceño al verlo.

—¿Por qué está despierto?

—Terminé mi turno. Me acuesto cuando quiero —respondió Gerardo, sin quitarle los ojos de encima.

—¿Y vos qué haces aquí?

—¿Cómo que qué hago? Vivo aquí. Rento este apartamento. Soy tu esposo. O eso era lo que entendía.

—Qué raro... porque cuando yo veo a mi amado, me alegro.

Mariela pasó de largo y fue al cuarto. Gerardo se quedó en la sala mirando a su hijo, que lo observaba en silencio.

El reloj marcaba las dos y media. Las vidas de estos personajes seguían su curso, sin saber que, poco a poco, sus caminos estaban a punto de entrecruzarse.



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En el texto hay: historias entrelazadas, fe, religion

Editado: 23.06.2025

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