Entrecruces

Capítulo 2 : La meta es trazada

Tocaron la puerta. Vero la abrió de inmediato, con una sonrisa.

—¡Al fin llegaste!

—Sí... casi no vengo. Mi papá casi me mata —respondió Diana, soltando el aire con fuerza.

—¿¡Qué!? ¿Qué pasó?

—Venía en mi bicicleta. En la calle del semáforo la luz se puso en verde... Iba a cruzar, pero de pronto escuché una avispa o algo raro. Me detuve. En ese instante, ¡pasa mi papá en su moto! Si no me frenaba, me llevaba de encuentro.

—No te creo —dijo Xander desde adentro, con su tono burlón—. ¿Y te moriste?

—Sí, Xander, sí se murió —respondió Vero sarcástica—. Este es su espíritu que vino a despedirse de mí. Ah, por cierto... te llamó Zack. Me dijo que... que…

—¿Que me dijo? —Xander la miró con impaciencia.

—Algo de las dos y media. No me acuerdo bien, solo sé que te estaba esperando.

—Seguro es algo importante. ¡Ya me voy!

—Bueno... adiós —le dijo Vero.

—Chao, Xander —añadió Diana.

Xander se despidió con la mano, vestido aún con su uniforme, y salió de la casa.

—¿Y qué pasó con tu papá? —preguntó Vero, volviendo la atención a su amiga.

—En realidad no quiero hablar de eso... siento que lo revivo cada vez que lo cuento.

—Está bien, no te preocupés. Vení, te quiero enseñar algo.

—Mejor terminamos primero la tarea. Luego hacemos lo que querás, ¿te parece?

Vero asintió y ambas se dirigieron al comedor. La escena se desvaneció en silencio.

En una oficina amplia y fría, un hombre mayor, de unos sesenta años, revisaba documentos en su escritorio. La puerta se abrió. Dilma entró con paso firme, elegante y puntual, como siempre.

—Señor, aquí tiene el informe con los candidatos para sustituir a los despedidos por la reestructuración de la empresa —dijo, extendiendo una carpeta.

El señor Selso la miró fijamente por un momento antes de responder.

—Dilma, tengo que decirte algo. Vos podrías llegar a ser presidenta de esta empresa... pero tenés que mejorar tu imagen.

Dilma se quedó en silencio.

—Mirá cómo te vestís. Siempre pantalones, parecés Hillary Clinton. Admitilo, ese pelo rojo, ese maquillaje exagerado, ese folder café que nunca soltás... ¿Vos creés que así se ve una ejecutiva seria? Tenés que aprender a ser más femenina, pero sin exagerar. Ponete un vestido con suéter o algo que convine, no que parezcás que vas a dar clases de teatro. Vos sabés que yo no tengo familia en este país. Pude haberme casado, pero fui terco... y ahora, la única persona en quien puedo confiar para dejar la empresa sos vos. Aprovechá esa oportunidad.

Dilma levantó la barbilla, con calma.

—Con todo respeto, señor. Si yo quisiera, me cortaría más el pelo, me pondría bótox, me tatuaría los brazos, andaría en shorts y con camisas escotadas. Pero soy como soy. Y sí, soy parte del movimiento feminista.

—¿En serio pensás así?

—Sí, señor.

El viejo empresario suspiró y se apoyó en el respaldo de su silla.

—Entonces, apuntate en esa lista de prospectos… pero como una de las posibles despedidas. Y buscá a alguien que te reemplace.

—¿Me va a correr por pensar diferente?

—No por pensar diferente. Sino porque no puedo dejarle mi empresa a alguien que da más importancia al “verse bien” que al “hacer bien”. La gente superficial fracasa. Yo sé lo que te digo… porque de ahí vengo.

—Pero señor…

—Te daré dos semanas para decidir qué tipo de persona sos. En ese tiempo me retiro, y quiero dejar todo listo. ¿Estás de acuerdo, señorita Stewart?

—Sí, señor. Pero no creo que cambie mi perspectiva.

—Bien. La oferta termina en dos semanas. Podés retirarte.

—Sí, señor.

Dilma salió de la oficina, claramente afectada. Selso se quedó mirando la puerta con una expresión de decepción silenciosa.

En una zona humilde, el niño que Dilma había ignorado en la calle llegó a una pequeña casa de paredes desgastadas. Tiró su mochila sobre una silla rota y se dirigió hacia un hombre que descansaba en un sillón viejo.

—Hola, tío. Hoy no me fue muy bien en la chamba...

—¿Y vos quién te creés que sos, niño? —gruñó Raúl, sin abrir los ojos—. Ya van dos días que no nos alcanza para comer tres veces al día.

—Tal vez si usted trabajara, sí nos alcanzaría —respondió Isacc sin levantar la voz.

Raúl se incorporó de golpe.

—¡No seás insolente, niño tonto!

—No sé en qué pensaba mi mamá cuando lo nombró mi tutor.

—Tu mamá no pensaba. Era igual que vos: una engreída. Para mí, fue una vergüenza para la familia.

—¡Mentiroso!

—¿Y vos cómo sabés eso?

—Porque la única persona así en este mundo... ¡es usted!

Raúl se puso de pie con furia.

—¡Malcriado! ¡Andate a tu cuarto! Hoy no cenás. Dejame el dinero en la mesa y lárgate.

—Pero si apenas son las cinco de la tarde…

—¡Me vale! ¡Ya dije!

Isacc dejó el poco dinero que había ganado sobre la mesa, agachó la cabeza y se metió al cuarto sin decir nada más.
Raúl tomó el dinero, lo contó en silencio y salió de la casa, sin cerrar la puerta.



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En el texto hay: historias entrelazadas, fe, religion

Editado: 23.06.2025

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