Imperio Vierfyra.
1789.
Un destello fuerte retumbó con una fuerza titánica, logrando levantar de golpe a Etheldreda de su letargo. Su cuerpo había sufrido demasiado durante todo este tiempo por las constantes pesadillas. Cada una era más terrorífica que la anterior.
Con los ojos aturdidos, mareada y perdida entre su propio lapsus, le costó levantarse y sentarse sobre la cabecera de la cama.
Etheldreda se halló con miles de sirvientas, alrededor de ella, mirándola con alivio por despertarse por haber pasado una semana de infierno, y con preocupación por su demacrado bienestar.
«¿Por qué están preocupadas por mí?»
Etheldreda no lo comprendía. Deberían odiarla. Ella había sido una persona cruel, con un corazón duro y frío como el hielo. La mimada hija de un poderoso duque. Bueno, no siempre había sido así. De niña, había sido dulce y tímida. Pero se transformó en un ser malicioso cuando un infortunio estalló ante la familia de Wolased.
Respiraba para y por hacer el mal. Le encantaba ver como el servicio se arrodillaba ante ella. Ella era el diablo en propia carne, gozando con altivez por el sufrimiento que hacía pasar a los criados.
El arrepentimiento ardía por las venas de Etheldreda. ¿Por qué había sido tan despiadada con almas inocentes?
—¡Señorita Etheldreda! ¿Se ha despertado?
Habló una de ellas. Era de estatura alta, de complexión delgada. Su pelo era dorado como una hoja otoñal. Su mirada reflejaba dolor y pena.
Etheldreda no recordaba quién era ella. Tal vez era la primera vez que la atendía, pero había algo en esa desconocida que la hacía sentir cómoda a su lado. Era un sentimiento raro y novedoso en ella.
Le dedicó una sonrisa débil sin poder responder. No podía abrir sus labios y decir algo. Es como si estuviesen pegados con un poder sobrenatural.
Etheldreda volvía a cerrar sus ojos. En su mente revivía con perfección todos los detalles de esa pesadilla. Aunque, más que una simple pesadilla, había sido una premonición. Vio su futuro como el final de una historia trágica y fúnebre.
Había sido cruelmente asesinada por el futuro heredero del ducado de Wishmell. El joven Everard. Él era su prometido. Era un compromiso concertado por nuestros padres, ya que, ellos eran amigos de la infancia.
La razón del asesinato de Etheldreda fue causa de la maldad y la envidia de la joven. Esos sentimientos habían oscurecido su corazón. Estaba tan ciega, con la rabia acumulada, y terminó como un veneno letal.
Aprovechando la debilidad de la dulce e inocente novia de Everard, la señorita Amé, una jovencita del imperio Bealite, cometió el pecado de envenenarla. No soportaba ver la felicidad y el amorío de esos dos. Se sentía traicionada por su prometido, aunque no lo amara.
Etheldreda se convirtió en la villana que el mundo odiaba, mientras tanto, Everard y Amé en los protagonistas de un romance pasional.
Ahora, Etheldreda tenía entre sus manos el poder de cambiar el rumbo de su futuro. Se negaba a morir a la edad de veintidós años. Quería vivir toda la eternidad si eso era posible.
—Quiero bañarme, por favor. —dijo con debilidad, mientras sus ojos se abrían.
Todo el personal asintió, contemplando a Etheldreda, extrañadas por su radical cambio de comportamiento. Al final y al cabo, era comprensible porque antes había sido maleducada con cada una de las sirvientas. Muchas de ellas dejaron el trabajo porque había sido duro estar con Etheldreda. A partir de ese instante, ya no iba a ser más así. Nadie merecía ser tratado con desprecio. Será la antítesis de su viejo yo. Se comportará como la hija de un duque, uno tan poderoso y bondadoso como era su padre. El gran duque Wolased, conocido como uno de los defensores del imperio Vierfyra, Flavian.
Se quedó contemplando su enorme dormitorio. Lleno de superficialidades y lujos. Todo estaba lúgubre ante sus ojos. ¿Esto podría ser porque el estado de ánimo de Etheldreda era de la misma manera?
Suspiró, destapando la suave manta y sus delgados pies tocaron la frialdad del suelo.
Su cuerpo estaba sin energía. Notó un punzante dolor en cada articulación. Lanzó varios gemidos agonizantes cuando se esforzó de sobremanera al ponerse de pie. No podía aguantar más. Necesitaba con urgencia un baño caliente para aliviar esta tortura.
Justo en ese momento, la misma doncella de antes volvió al enorme dormitorio. Corrió hacia Etheldreda y me tomó la mano con sumo cuidado, como si ella fuese una muñeca hecha de la porcelana más frágil.
—¡Señorita Etheldreda! El baño está listo.
Asintió en silencio. El dolor era tan terrible que sus ojos se habían cristalizado. Mordió el labio como una forma de aguantar el sufrimiento. No quería ser una dama quejica.
—¿Sabe, señorita? Todo el mundo estaba preocupado demasiado por ti. Estuviste una semana en un profundo sueño. Había sido desolador verte moverte con tanta agonía.
¿Era querida? Se preguntó en silencio.
Desde la muerte de su madre, la duquesa Calista Wolased —el cual ocurrió hace cinco años—, la relación con su padre se había enfriado demasiado. Y con el pasar del tiempo, se volvieron cada vez más distantes.
La amaba, Etheldreda estaba segura de ello. Pero, no se sentía protegida o cuidada por él.
¿Amigos? No tenía ninguno. Todos la soportaban por su belleza y riqueza, no por lo que era realmente. Su vida era vacía y solitaria como el mismísimo oasis. Llevaba viviendo veinte años, y Ethy jamás conoció el verdadero significado de la amistad.
¿Y su prometido? Él, en pocas palabras, la odiaba. Bueno, eso pensaba por su trato frígido. En cambio, ella no tenía sentimientos por él. Porque opinaba que el odio era una emoción peligrosa. El odio era la otra cara del amor. Había que ir con los pies de plomo, y evitar esas dos emociones como la peste.