En el patio, las risas de los niños eran contagiosas. Sus gritos y algarabías eran melodiosos acordes llenos de felicidad. Estaban jugando a atrapar el balón guiados por José, que parecía un niño más entre ellos.
En un inicio, la pequeña se había integrado a la actividad por primera vez desde su llegada y se le vio feliz. Luego de un rato y sin que los entretenidos jugadores cayeran en cuenta, tomó distancia de ellos y se ocultó bajo un arbusto del jardín. Se sentó allí con sus piernas flexionadas, agarrándolas con sus manitas y apoyando su cabeza en las rodillas. Desde su posición los veía jugar y reír sin entender cómo podían ser felices sin su mamá hasta que quedó dormida tras un silencioso llanto que mantenía sus mejillas humedecidas.
Luego de un rato tomaron un descanso los jugadores y fue entonces José cayó en cuenta que la niña no estaba. Miró a su alrededor y no la vió.
—¿Han visto a la pequeña…? La niña nueva, estaba jugando aquí con nosotros —preguntó José a los infantes que estaban a su alrededor.
—Debe estar dibujando, siempre está allí —respondió uno de los niños encogiendo sus hombros mientras que los otros negaban con la cabeza.
—Sigan jugando —pidió el hombre—, iré a ver si está bien.
José con paso rápido caminó hasta la casona y fue directo a la sala de manualidades donde le sugirieron que estaba la menor. Se paró en la puerta del local observando que estaba vacío, giró sobre sus talones y tomó el pasillo rumbo a las habitaciones con la esperanza de encontrarla.
En su trayecto se encontró con Sor Inés quien lo interpeló de inmediato al verlo angustiado.
—¿A dónde vas con tanta carrera, hijo?
—Estoy buscando a la pequeña con la que jugábamos en el jardín y no sé cuándo se fue, ni para dónde —le explicó con premura.
—Miraste en la sala de manualidades, le gusta estar allí, yo vengo de los cuartos y para acá no ha venido —señaló la monja.
—Fue donde primero busqué —dijo el hombre mientras su angustia iba en aumento.
—No te desesperes, es una niña muy tranquila y debe estar entretenida en cualquier sitio —intentó calmarlo la mujer aunque ella también se estaba preocupando—. Démosle aviso a los demás y seremos muchos para buscarla.
Los dos fueron hasta donde estaba Sor Soraya y le informaron lo sucedido, esta se puso las manos alarmada en la cabeza y luego tomó su crucifijo en la mano pidiendo protección para la pequeña.
—Dividámonos y busquemosla en todas las habitaciones —dijo la directora de la casa hogar.
—Le avisaré a Matthew —avisó José yendo hasta donde estaba su amigo. Dio unos toques en la puerta y sin esperar respuesta entró en la oficina donde estaba reunido con la arquitecta.
—¿Pasó algo? —preguntó de inmediato su amigo al verlo entrar así, sabía que si había interrumpido es porque algo grave ocurría
—La pequeña, no la encuentro —dijo con desesperación—. La he descuidado.
—Calmate amigo y explícate —pidió Mattew al ver la desesperación de su amigo.
—La pequeña, la que me pediste que cuidara no sé dónde está —expuso el hombre a toda prisa—. No recuerdo ahora su nombre, la recién llegó acá.
—¡Lia! ¿Qué le sucede? —preguntó la arquitecta de forma abrupta cuando se dió cuenta de quien hablaban.
—Estaba en el patio jugando conmigo y los otros niños y de pronto no la vi más, la he buscado pero no aparece —repitió José.
—Cuando algo no le gusta se esconde, en casa sabíamos sus escondites, acá hay que descubrirlos —dijo la mujer y ambos hombres la miraron con extrañeza.
—¿En casa? —cuestionó Matthew sin ocultar su asombro.
—Lia es la hija de mi amiga a la que le estaba costeando su tratamiento y quien falleció hace unos días. Cuando enfermó, decidimos rentar su casa y vivir en la mía para economizar —explicó la mujer.
—Entonces es usted quien está pidiendo su custodia —afirmó Matthew, más que preguntar y ella asintió con una sonrisa—. Cuanto me alegra, esa pequeña me ha robado el corazón y merece un hogar con amor donde vivir.
—Tengo una idea un poco loca, pero confío en que resultará —argumentó la mujer y salió deprisa del lugar seguida de cerca de los dos hombres.
Al llegar a la puerta de acceso salió con decisión a la calle, se colocó su casco y se subió a la moto.
—No creo que su gran idea sea irse —le gritó José que no entendía qué pretendía la mujer. Ella negó con la cabeza, arrancó el aparato, comenzó a acelerar y el rugido llenó el ambiente. Esto lo hizo por varios minutos y todos los presentes en el sitio fueron llegando hasta donde estaban sorprendidos por el alboroto.
La arquitecta no cejó en su intento y continuó repitiendo la operación hasta que vió a la pequeña salir por la puerta con las manos extendidas es su dirección, solo entonces la apagó puso pie en tierra y fue al encuentro de la pequeña quien se acercaba sonriendo.
—¡Tía, vinistle! —gritaba y se abrazaron con efusividad.
—Prometí que vendría siempre hasta que pueda llevarte a casa conmigo —respondió la mujer mientras la colmaba de besos.