—¿Estás seguro que te quedarás aquí instalado? —miro alrededor de la habitación un poco con la boca abierta, en cuanto entramos por la puerta de su habitación. No me creo el lugar donde estamos, no es taaaaan elegante, pero sí uno de esos que cuando miras al rededor lo único en lo que puedes pensar es en dinero. Y eso, en lo personal, como que no da una buena espina.
—¿Por qué lo preguntas? Realmente no tiene nada de malo. Tomando en cuenta que no me quedaré por mucho tiempo, por más que quiera. Además, me gusta estar cómodo.
—Pues por eso mismo lo digo, Caleb. Parece ser un lugar caro —camino a una mesa cercana en la habitación y señaló un jarrón muy bonito—, mira esto, hasta miedo me da tocarlo, ¿qué pasa si le dejo mi huella marcada? ¿Le tomaste de nuevo "prestada" la tarjeta a papá?
—No, pequeña, aunque admito que lo pensé por un momento, sabes cuánto amo hacer molestar a mamá, aún cuando papá nos da permiso de tomar su tarjeta. Pero en cambio, hay algo llamado trabajo.
Oh, Dios mío. ¿Caleb trabajando, de verdad? No me lo creo. Si bien es cierto que no es considerado un vago, pero bueno, tampoco es que se la viva trabajando. Él es más como un ser libre, que hace lo que se le antoja y no hay quien lo pare. Pero que se la haya pasado trabajando para conseguir dinero, tanto como para pagar un hotel de este tipo, eso sí que me deja con la boca abierta y la baba corriendo de admiración y al mismo tiempo de incredulidad.
Abro mis ojos desmesuradamente y tapo mi boca con mis manos para darle más dramatismo al asunto.
—Tú, Caleb Blair, ¿trabajando?
—Ay, no empieces tú también. Suficiente tuve con mamá que no paraba de decirme lo orgullosa que estaba de que su bebé se dignara a trabajar y bla bla bla —dice revoloteando sus ojos—. En ocasiones pienso que a mamá le gusta exagerar las cosas —camina hacia el pequeño refrigerador y busca en su interior—. ¿Quieres algo de beber? Solo hay agua embotellada y refresco de cola.
—Sí, un agua estaría bien que estoy sedienta, gracias —localizo en la, para nada pequeña, habitación, un sofá y sin pensarlo mucho me dejo caer en él.
Caleb tomando una Coca-Cola para él y mi agua en sus manos, cierra el mini-refrigerador y se sienta a mi lado.
Me entrega mi pedido, y yo sin esperar más abro la botella y me la empino.
Agh, mi boca estaba completamente seca.
—¿Recuerdas cuando éramos pequeños y por jugar fútbol me raspé la rodilla por una mal caída? —regresa a nuestra conversación anterior.
—Sí, claro que lo recuerdo. Esa fue una caída bastante fea —digo con melancolía. Coloco el envase entre mis piernas y comienzo a jugar con ella quitando su etiqueta.
Recuerdo ese día a la perfección, es uno de los tantos recuerdos que me causa esa sensación de pérdida; de extrañar algo que fui y que no podré recuperar. En ese tiempo, Caleb tendría unos diez años mientras que yo seis. En mi memoria se reproduce esa película a la perfección, Caleb había recibido un balón de regalo y lo primero que hizo fue pedirme que lo estrenara con él. Estábamos muy emocionados, era como si a ambos nos hubieran dado ese regalo, cuando en cambio, él sólo quería compartirlo. Caleb estaba empeñado a enseñarme a patear el balón, pero en una mala jugada, terminó cayendo al suelo. Nosotros pensábamos que no había pasado nada, pero cuando vi su rodilla, estaba sangrando, así que cuando se lo dije, él tan solo tomó su balón en brazos, tomó mi mano y ambos fuimos con mamá para decirle lo que había pasado. Y ella lo que hizo fue comenzar a gritar y moverse por la casa como loca, como si le hubiéramos dicho que Caleb iba a morir.
Rio. Sí, mamá es un poquitín exagerada.
—Ahora imagina a nuestra madre actuando de la misma manera, pero ahora volviéndose loca solo porque cuento con un nuevo trabajo.
Y tan solo esa idea es capaz de sacar de mí una tremenda carcajada, de esas que hacen doler tu estómago y que no puedes parar aún por más que lo quieras.
Pobre Caleb, en verdad que no lo imagino soportando a mamá estando en modo orgullosa. Me ha tocado verla unas cuantas veces y nop, no me gustó para nada su máxima demostración. Aunque debo admitir que, como cualquier hijo, ver a uno de tus padres diciéndote lo orgulloso que está de ti, es lo mejor del mundo. Pero claro, sin que actúen de manera exagerada, como mi madre.
—Pobrecito de ti —digo mientras golpeo su hombro de manera juguetona.
Y una vez que podemos controlar nuestro ataque de risa, una seriedad es instalada a nuestro alrededor, una que me pone la piel de gallina y qué solamente me lleva a pensar que Caleb está a punto de decirme algo muy importante. Pero no sé hasta qué grado de importante.