Charo
Soy consciente de que estoy despertando, una vez que una figura lumínica se presenta ante mis ojos de manera refulgente y algunas voces me llegan a los oídos como si estuvieran siendo solapadas por tapones en mis orejas. Capto que están cada vez más y más cerca hasta que el destello se vuelve enceguecedor, me altero y retrocedo lejos de esos dos dedos que me sujetan los párpados.
—¡Ay!
—¿Charo?
Me sujeto a los bordes de algo donde estoy sentada, casi hasta caer de bruces hacia atrás ya que esto no tiene respaldar.
Alguien me sujeta por la espalda y la cabeza, capto que es la misma persona que me separó los párpados y me encegueció con la linterna.
—Con cuidado, por favor. —Definitivamente no me ha hablado en francés.
Los recuerdos comienzan a invadir mi memoria, haciéndome saber que mi vida es un caos y que no estoy en París sino muy lejos donde a Donato le vino en gana traerme. ¿Cuyo, dijo el nombre de la zona de Argentina donde estamos? En zona de precordillera. Y esto que tengo alrededor es un hospital… Estoy…en una sala de urgencias, arriba de una camilla, con un hombre alto de bata color turquesa delante de mí, observándome. Es de cabello cobrizo, desordenado aunque largo, ha de tener unos treinta años, con unos grandes ojos color café que me observan detenidamente y la barba de algunos días un tanto desordenada, supongo que por el paso del tiempo.
Tiene una altura que supera el metro ochenta y cinco con toda probabilidad, un pelín más bajo que Donato, aunque con un atractivo muy sureño y agradable. Además, su gesto es de evidente preocupación por mí y huele de manera exquisita, lo siento por la cercanía que mantiene con mi cuerpo al sujetarme para no darme de bruces contra la pared mientras la camilla permanece a un costado.
Arrojo un vistazo a diestra y siniestra. Los niños no están acá.
—¿Y los…chicos?—pregunto, un poco inquieta. El médico me devuelve a mi lugar para que pueda sentarme, sin embargo, me lamento un poco que haga eso ya que su cercanía se siente por demás agradable.
—Tranquila, están bien, con Franco en la sala de espera. —Me dice Donato y se vuelve al francés para aclarar—: Este es un hospital de pueblo, te trajimos porque te desmayaste antes de descender durante el vuelo. Lo siento mucho, no quería que te sintieras enfermas o preocupada, amor.
—Yo… Debo irme—le contesto, también en francés, pero el hombre me detiene y se vuelve a Donato para preguntarle:
—¿Hablan español?
—Lo necesario—le contesta él.
—Básico—me encargo de corregirle—, pero el acento argentino y los modismos locales se me hacen especialmente complejos a mi capacidad de comprensión.
—Estará bien—me dice el médico—. Solo debo hacer unas pruebas y ya se puede ir, ¿okay?
Suspiro profundamente, cuando la puerta se abre de golpe y Percy entra corriendo con lágrimas en los ojos.
—¡Mamáaaaa!—me grita en francés.
—Oh, hijo mío—le digo, al verlo. No quería preocuparles de esta manera, está realmente asustado y si bien me resulta tierno que se haya preocupado por mí, se sube con prisa a mi lado en la camilla y me abraza.
—¿Estás bien? ¿Qué te hicieron? Vamos a casa, mami.
—Mi amor, tranquilo—le contesto, mientras acaricio su cabello. Él me abraza y me besa en la mejilla.
—Campeón—le dice el médico—, mami estará bien. Pero necesitamos hacer algunas pruebas y ya regresará con ustedes.
Evidentemente no le entiende un comino ya que le habla en español.
Una nueva voz en italiano se suma desde la entrada:
—Lo siento, señor. El niño se escapó y no era buena idea retener a un pequeño por la fuerza—advierte Franco.
Me vuelvo para fulminarlo con la mirada a Donato.
—¿Tú ordenaste eso?—le pregunto.
—No—dice Donato—. Por eso mismo no lo hicieron.
—Por favor—añade otra persona desde la entrada, parece ser de recepción o de alguna labor administrativa, es una mujer de cuarenta y tantos—, necesito que despejen la sala de guardia, hay más personas que buscan ser atendidas allá afuera.
—Tranquila, te daré la mejor atención en cuanto podamos salir de aquí, lo prometo—me advierte Donato y viene hasta Percy para tomarlo en brazos—. Pero ahora es lo que tenemos y hemos de hacernos cargo. ¿Salimos un momento, campeón?
—¿Mami?
Aurora también se aparece por la puerta.
Le miro desde mi lugar y le señalo:
—¡Tranquilos todos! ¡Estaré bien, enseguida salgo!
—¿Segura estás bien?—añade Aurora con la voz medio quebrada, parece ser que se ha estado aguantando las ganas de llorar.
A veces pienso que se toma demasiado en serio el rol de hermana mayor, espero que esto no le haga comerse sus emociones.
—Sí, un momento y estaremos todos bien—le advierto desde mi lugar.
—Me los llevo—. Dice Donato en mi dirección—. Te amo. —Y se vuelve al doctor para advertirle en su idioma—: Por favor, cuide de ella. Esperamos fuera.
—Así será, vaya en calma—le advierte el médico y quedamos a solas con este bombón. Digo, con este profesional muy serio.
Una vez que la puerta se ha cerrado, él trae un aparato anticuado para tomar la presión, lo pone en mi brazo y dice en español algo que apenas consigo entender.
—¿Nombre completo?
—Chiara Di Santis…
Él se vuelve a una planilla sobre el escritorio y frunce el entrecejo. Se vuelve, me mira como si hubiese entendido mal mi acento y vuelve a decir:
—¿Perdone? Puede repetir.
—Charo Di Santo.
—Ah, bien—asiente y vuelve para tratar de encontrar mi presión escuchando a través del tensómetro viejo—. ¿Su edad?
—Veintinueve, doctor.
—Okay. ¿Su estado civil?
—Soltera, ¿y usted?—le pregunto en francés.
Él se vuelve a mí y me retracto de inmediato:
—¿Disculpe? En español, por favor, no le he entendido bien.