Charo
—Nos asustaste a todos—declara Donato mientras permanecemos de pie en la galería externa de la nueva casa donde hemos venido a parar, observando hacia el horizonte donde se erigen las montañas con fuerza entre extensos potreros, caballos deambulando alrededor y amplios cordones de sauces que van marcando sus largas sombras a medida que la imagen se impone con fuerzas delante de nuestros ojos, mientras los niños permanecen en la pileta de la casa, la cual no es muy grande sino que sus dimensiones y paisajes son, en cierto modo, similar al segundo lugar donde estuvimos junto a Donato y Aurora en Milán, durante la primera vez que nos conocimos hace unos años atrás.
Mi esposo extiende uno de sus amplios brazos en mi dirección, de este lado del mundo es verano y, según tengo entendido, el otoño tarda en llegar más allá de las fechas pautadas por consenso.
—Lo siento, es que no sé realmente cómo haré totalmente sola con dos niños tan lejos de mi gente allá, lejos de mi trabajo, esto me hace llevar mucho estrés.
—Comprendo, pero hay que pasarlo, amor—. Me acerca la cabeza a sus labios, consiguiendo que me bese en la sien—. Será solo por unos días hasta solucionar lo que ha sucedido con Anya.
—Realmente no comprendo qué está mal con esa chica.
—Con ella, nada. Soy yo quien debe rendir cuenta a los socios de nuestra famiglia y no tengo idea de las medidas que podrían tomar en caso de enviar a alguien a controlar si yo, habiendo subido al poder hace apenas unos días, me desaparezco en lugar de garantizar estar ahí para velar por la protección que es necesaria.
—Supongo que, por mientras, este deberá ser el lugar donde deban empezar la escuela los niños.
—Así es. Deberás ir a inscribirlos mañana, ya me he encargado de que consigan lugar en la escuela que está frente a la plaza. Es una institución religiosa, podremos conseguirles pronto uniforme.
—¿Religiosa? No quiero que mis hijos crezcan con una religión impuesta.
—No será impuesta, sino que es el contexto más propicio para lo que necesitan ahora. Ellos estarán exceptuados de las actividades católicas hasta bien pueda adquirir noción de su propia espiritualidad, la que ellos elijan al ser conscientes de ella.
—No lo puedo creer, ¿católica la escuela?
—Eso creo.
—Sabes que eso podría implicar serios perjuicios cuando volvamos a Francia, temo que sus ideas no condigan la vanguardia de las ideas europeas.
—No habrá problema si deciden ir a Italia.
—Estuve leyendo sobre esta zona, es un lugar muy conservador.
—Nadie tendrá perjuicios con un mafioso.
—Yo sí lo tendría.
—Nadie se va a enterar. ¿Vamos a la pileta antes de que se oculte el sol por completo? Dicen que las montañas hacen cambiar drásticamente el clima.
—Bueno, vamos.
Él se quita la camiseta y observo su cuerpo perfectamente trabajado. Si bien, ya sabía que Donato es un disciplinado sujeto de los que conllevan actividad física, no consigo acostumbrarme a ver su cuerpo escultural que ha sido mayormente trabajado a lo largo de estos últimos tiempos.
Él capta esto y me advierte:
—Vas a ocasionar crecientes en el río de la zona si te sigue cayendo la baba de esa manera mientras me observas, amor.
Tras divertirnos en lo que queda de la tarde en la pileta con los niños, nos zambullimos, jugamos durante varias horas, parecemos ser una familia feliz y normal, en la que no exiten mafiosos ni secuestros o algo parecido.
Al salir, Donato pide que traigan unas pizzas a casa y un vino delicioso de una bodega que pertenece a estos lugares. Bebemos, cenamos, arropamos a los niños quienes caen exhaustos a la cama y mi marido me espera en la nuestra.
Luego de salirme de la ducha para quitarme un poco el olor a cloro y sintiendo con satisfacción que el aroma a jabón se pueda meter por mi nariz hasta instalarse de modo agradable, me voy al cuarto matrimonial donde me encuentro con un hombre similar a un cuerpo tallado en mármol esperando ahí, con una sábana blanca cubriendo su cuerpo a la altura de la cintura, una de sus piernas sobresale mostrando cada uno de los músculos que la compone. Le doy la espalda mientras estoy envuelta en mi bata de baño. Me incorporo de frente al vestidor desde el cual saco mi pijama.
—¿En verdad vas a disfrazarte para acostarte con tu marido, Charo?
—Es parte de la vida marital, ¿no?
—Decide tú.
Acto seguido, tras sacar el pijama, cierro las puertas del vestidor, observando a través del espejo una imagen que me deja con todos mis sentidos en alerta, extasiados, con ansia de probar lo que se me ofrece.
De inmediato, intento esquivar los ojos, pero mi marido está más cerca y sus enormes manos me envuelven la cintura. Sus labios se posan en al curvatura de mi hombro y cierro los ojos mientras su impureza impacta conmigo mientras sostiene su abrazo y me hace retroceder, olvidando totalmente lo que iba a hacer y despojándome de lo que aún me queda.
Estira su mano por la mesa de noche y apaga la luz.