Escenas

Escena 17

Ese día de la fiesta en casa de Enrique pasaron más cosas. Habían ido al baño, eso era verdad. Y se estuvieron besando, eso también era verdad. Jonathan abrazaba a Adam, pero no dejó de preguntar por mí: ¿A dónde me fui? ¿Estaba en la terraza?
Adam dijo que Jonathan estaba preocupado, mencionando algo sobre Luisa y otra chica, sobre que yo no me llevaba tanto con ellas. En algún punto él se hartó, y salieron. Él bajó a llamarle a sus papás, Jonathan iba a regresar a la terraza.

Cuando él regresó, Jonah ya no estaba. No supo a dónde fue. Por veinte minutos, no supo a dónde se fue.

Esa información me persiguió el resto de esa noche. Me persigue todavía, cuando no estoy pensando en nada. Cuando estoy pensando en él, en aquella fiesta en la que no debimos de haber ido, en cómo me fui. Y podría recordar sus besos, o las promesas que le hice. Podría recordarlo toda una vida. Pero esa información es un hecho indiscutible, que me encuentra cada vez.
El domingo quise verlo, pero no había forma en la que pudiera salirme por la tarde. Pensé que podía esperar al lunes. O al martes. Según la nueva ley, los omegas que ya habíamos tenido nuestro primer celo debíamos ir a darnos de alta en una dependencia del gobierno. Para los impuestos. Tenías que ir según la letra de tu primer apellido, por ser la primera vez que se hacía. Y ese lunes le tocaba a él. “Voy contigo si tú vas conmigo” Me dijo cuando nos explicaron de eso en la escuela. Pensé en saltarme las clases, para ir con él. Y si no podía, iba a verlo el martes.

Eso era lo que iba a hacer, pero el domingo en la noche, él me llamó.
Mis papás salieron a comprar la cena, lo que agradecí. No habría sabido qué hacer si no me hubieran dejado levantar el teléfono. No habría sabido qué hacer al escuchar su llanto.
- ¿Vienes? – Su voz estaba deshecha, ¿qué estaba pasando para que fuera así? De su lado era lo único que podía escuchar. La forma en que se sorbía la nariz, el sollozo que salió después. – Estoy en la plaza, en una banca.

En mi colonia había una placita. No era la plaza, no como las que hay en un pueblo, o en una colonia grande. Pero tenía columpios, y árboles. Por ser domingo había algunos puestos de comida. Supe que se refería ahí, y que yo estaría en problemas después, pero estaban pasando tantas cosas, había tanta información en mi cabeza, que sólo me salí.

Fui con el pijama, por lo poco que pensé. No había tantas personas afuera, no fue difícil encontrar a Jonathan tras unos árboles, junto a una de las bancas de concreto tal como me lo dijo. Lo encontré a oscuras, las pocas lámparas estaban lo suficientemente lejos como para ocultarnos ahí. Daba vueltas de un lugar a otro hasta que me vio. - ¿Jonah? – Creo que yo había dicho, el abrazo que me alcanzó era tembloroso. Sus pasos habían tropezado hasta alcanzarme.

Sus brazos me apretaron con demasiada fuerza, en el momento que el segundo berrido estalló. Hablaba tan a prisa que no le entendí. Mis manos afianzaron sus hombros, donde estreché nuestro abrazo y lo dejaba acomodarse. - ¿Qué pasó? ¿Qué tienes? – Su voz quebrada borboteaba en mi oreja. “No sabía qué más hacer” Fue lo que me dijo, lo siguiente que entendí fue que habló con sus papás.

-Ellos ya lo saben… - Creí que iba a encontrar alivio en sus palabras, que, de alguna manera, él también. Cuando nos separamos, en cambio, sólo encontraba más tristeza. Mi cara seguramente lo externó, o quizá pregunté algo como “¿Y qué te dijeron?”, para que él negara despacio, exhalando su respuesta – …Fue horrible…

-Jonah…

– Esto no es lo que quería, ¿por qué todos piensan que sí? – Se lamentó. – Mi mamá se puso muy mal, Lalo se le cayó y me echaron la culpa. Mi papá no dejaba de decirme que soy un inconsciente e irresponsable, que abusé de su confianza…

- ¿Ellos están bien? – Le pregunté cuando los sollozos se llevaron su explicación, acaricié su espalda, escuchándolo negar.

-Había sangre – Lloró. – Mucha… mucha sangre, él se mordió la lengua por el susto, y mi mamá se privó, se fueron al hospital, pero…

Nos guié a la banca amarilla de concreto en la que supuse que estuvo sentado. Al descansar ahí, mi mano apretó la suya, él seguía negando. Estaba llorando al punto en que su cara estaba hinchada, empapada, él ni siquiera hacía gesto alguno de limpiarse en el momento en que llevé mis manos a sus mejillas. Yo estaba angustiado de sólo escucharlo, asustado porque no debería estar ahí, y porque al frotarle la cara me sentía más y más perdido. – Eso no fue tu culpa… - Atiné a decir, seguía diciéndome que Lalito era un bebé, y que si se lastimaba él no iba a saber qué hacer, que su mamá era diabética y que iba a ser su culpa si algo le pasaba a ella. Me estaba agarrando los brazos, yo lo tomaba de la cara al llorar junto con él. – Ya no digas eso… no tiene por qué pasar nada, no es tu culpa…

Se lo dije varias veces, casi parecía que estaba cantándoselo. Yo tenía tantas dudas que quería resolver, él tenía tanto que contar. El beso que me dio me hizo retroceder en la banca, seguido de varios más cortos, que repartía sobre mis labios hasta que acepté uno. Tibio, hambriento, Jonathan seguía sosteniéndome cuando lo rodeé con los brazos, dejándome hacer. Me incliné para besarlo de vuelta, sé que dije que recordarlo no necesariamente es volverlo a vivir, pero sé que, de haber podido, de haber sabido, mis labios se habrían movido de la misma forma. La tristeza que me embargó, el anhelo por su cercanía, me hubieran dolido más, sí, pero me hubieran hecho besarlo y atraparlo igual. Porque no había forma en que no quisiera tenerlo así de cerca, no había manera en que no quisiera besarlo, acomodarle el pelo detrás de las orejas o limpiarle así la cara. Lo besé, y mis labios succionaban los suyos, angustiados por sus temblores, y ávidos por su sabor, su calor, su familiaridad. -Me gustas… - Admití, en un jadeo ahogado, afligido. Contra una boca que me decía lo mismo, y rodeado de un aroma que me llenaba de emoción, de bienestar, de calidez. Esa vehemencia era nueva, y sé que nunca volverá a estar. Sé que ya nunca la tendré. Tuve que recargarme en una de mis manos para el siguiente, él hizo lo mismo, pero para impulsarse hacia adelante. – También me gustas, Esteban… - Decía en susurros quebrados. – Desde… hace tanto, desde siempre me has gustado… - Su mano, la que tenía libre, me agarraba de la playera. Con el tiempo, bajó hasta mi cintura. Los minutos que duramos, entre un beso u otro, se sintieron eternos entre sus brazos. Quisiera preguntarle si es que fue lo mismo para él.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.