A diferencia de donde Naomi venía, diciembre se estaba volviendo muy frío en Roma. Los días grises se iluminaban con las luces navideñas que adornaban casas, negocios y los puntos turísticos que recibían a miles de visitantes cada año.
El viento soplaba suave, pero helado. Naomi se cubría la boca con la bufanda mientras frotaba sus manos enguantadas para entrar en calor.
Era el primer año que no pasaba las fiestas en el Circo Clown, y ese cambio despertaba emociones intensas que se arremolinaban en su pecho, aunque no las expresara. Sin embargo, quienes la conocían bien sabían exactamente qué estaba pensando.
Había quedado con Gianluca para recorrer los famosos mercados navideños que se armaban en las plazas principales. El joven italiano quería mostrarle lo más lindo que, según él, tenían esas fiestas y, sin decírselo, ayudarla a distraerse y disfrutar del momento.
—¡Llegué! —dijo Gianluca, tomándola por sorpresa desde atrás.
Naomi giró con una sonrisa nerviosa por el susto inesperado. Había esperado que llegara de frente. Aun así, feliz de verlo, lo saludó con un beso en la mejilla.
Gianluca, acostumbrado a dar dos besos, quedó a medio camino y soltó una risa.
—¡Perdón! Me olvido —se disculpó Naomi, acompañando el gesto con las manos.
—No pasa nada. Yo también debería dar uno —respondió sin problema, aunque por dentro sabía que ese breve momento era la única oportunidad que tenía de sentir la piel de su musa—. ¿Lista para pasear?
—Más que lista, si no me congelo. ¿Cómo soportan este frío?
—Esto no es nada. En Perugia incluso tenemos nieve. No mucha, pero el viento Tramontana sopla fuerte —dijo, exagerando un escalofrío.
—¿Tramontana se llama el viento? En mi país le decimos así a un gusto de helado.
—¿En serio? —preguntó sorprendido mientras comenzados a caminar entre la gente que recorría el mercado.
—Sí. Aparentemente es el apellido de un italiano que abrió una de las heladerías más conocidas de mi ciudad. No donde está el Circo Clown, sino donde yo nací: Mar del Plata.
—Entonces, cuando vayamos vas a tener que invitarme uno para probar —le guiñó un ojo, divertido. Cualquier excusa era perfecta para pasar tiempo con Naomi. Aunque sabía que no tenía posibilidades, su corazón seguía sintiendo lo mismo.
—Es crema americana, dulce de leche repostero y galletas con chocolate. Pero hay que saber a qué heladería ir. No todas lo hacen bien.
—¿Es tu favorito?
Naomi dudó un segundo y se encogió de hombros.
—Está en la lista. Pero mis favoritos son los de chocolate con bombones y el de nocciola —explicó—. ¿Y el tuyo?
—Menta con chocolate.
Naomi se detuvo en seco y lo miró horrorizada.
—¿¡Qué!? ¡No puede ser!
Gianluca soltó una carcajada al ver su reacción, llevándose una mano al pecho.
—Tranquila, es mentira. Eso no es un sabor, es dentífrico.
—Te ries, pero esa cosa le gusta a Elian —respondió ella, retomando el paso y negando con la cabeza.
—Sí, porque se cree perfecto, pero obvio que tiene fallas —comentó Gianluca con una sonrisa pícara.
—Gianluca… —frunció el ceño para retarlo, aunque una sonrisa amenazaba con escapársele.
—Bueno, bueno —levantó las manos en señal de rendición—. Mi favorito es chocolate con avellanas. Se llama Bacio.
Naomi levantó la vista, curiosa.
—¿Cómo los Baci Perugina?
—¿Los conoces? —preguntó sorprendido.
—Sí —respondió con una sonrisa suave—. Elisa siempre tiene una reserva asegurada para la hora del café.
—Entonces, voy a ayudar a que esa reserva crezca —aseguró al pensar en los dulces típicos de su ciudad natal.
—¡Me encanta esa idea!
La Piazza Navona estaba irreconocible bajo el espíritu de la Navidad. Los antiguos edificios parecían abrazar la plaza, decorados con guirnaldas de luces cálidas que se reflejaban en los adoquines húmedos
Los puestos del mercado se alineaban uno tras otro, cargados de adornos brillantes, figuras de madera, bolas rojas y doradas, y pequeñas luces que titilaban como estrellas.
El aire olía a azúcar, especias y castañas calientes, mezclado con el perfume del vino caliente que algunos turistas sostenían entre las manos. Se escuchaban risas, música suave y el murmullo constante de personas paseando sin apuro, envueltas en bufandas y abrigos.
Naomi caminaba despacio, girando la cabeza a cada paso, fascinada por los colores y el movimiento, mientras Gianluca avanzaba a su lado, señalándole algunos puestos y observando de reojo cómo sus ojos se iluminaban con cada detalle.
Entre los puestos del mercado, uno en particular llamó la atención de Naomi.
No vendía luces ni adornos brillantes, sino pesebres artesanales: figuras de madera tallada a mano, pequeñas casas de cerámica, pastores diminutos con expresiones delicadas y escenas completas que parecían detenidas en el tiempo.
Se acercó despacio, casi sin darse cuenta, como si algo invisible la hubiera guiado hasta allí.
Gianluca la siguió y observó cómo sus dedos, cubiertos por los guantes, se deslizaban con cuidado por el borde de una de las mesas.
—En Italia, los pesebres son muy importantes —comentó él—. Hay artesanos que se dedican a esto toda la vida.
Naomi asintió, con una sonrisa suave.
—El primero que vi tenía unos ocho años… —dijo, sin apartar la vista de las figuras—. Antes no conocía la Navidad.
Gianluca la miró con atención, sin interrumpirla.
—Cuando Elisa me adoptó, pasé mi primera Navidad con ella —continuó—. Me explicó qué significaba el pesebre, el nacimiento, el espíritu navideño… que no era solo regalos, sino amor, unión y esperanza.
Hizo una pequeña pausa.
—Hasta ese momento, mi casa con mis verdaderos padres no tenía nada de eso. No había festejos ni risas… solo discusiones y silencios incómodos.
Gianluca sintió un nudo en el pecho.
—Debe haber sido muy especial descubrirlo así.