De camino a casa, Tae Hyuk intenta no dejarse avasallar por la culpa. A esas alturas de su vida se supone que es él quien debe proteger a su madre y no al revés. Además, a pesar de que el señor Lee parece temer que revele sus secretos, no puede quitarse de la cabeza la amenaza a su madre. Tiene que pensar la forma de asegurarse de que, pase lo que pase con él, su madre no se verá perjudicada.
Tan ensimismado está en sus pensamientos que no ve a Erick acercándosele.
—Hi —lo saluda él ya a su lado, lo que sobresalta un poco a Tae Hyuk.
Todavía algo distraído, le devuelve el saludo al vecino, que camina con Scott a su lado.
—Lo saqué a pasear —comenta Erick, en inglés. No lo habla del todo bien, pero logra mantener conversaciones sencillas—. ¿Cómo está Andrea?
—Bien, supongo. Por lo menos ya come.
Erick asiente y, durante un largo trecho del camino, andan en silencio.
—Cuando Karen va a verla, ¿se comporta extraña? —pregunta Erick de repente.
—¿Extraña?
—Sí, bueno… hemos tenido problemas… —confiesa con evidente incomodidad, sin embargo, continúa—… una vez Andrea mencionó algo sobre matrimonio…
—Y tú no quieres casarte —le interrumpe Tae Hyuk.
—No. Quiero decir sí… después… pero quiero a Karen y si ella quiere que nos casemos, lo haré.
Tae Hyuk lo mira de reojo al tiempo que responde:
—Tal vez ese es el problema.
—No entiendo.
—Ninguna mujer quiere que un hombre se case con ella para darle gusto.
—Pero, si les dices que no quieres casarte piensan que no las quieres.
Tae Hyuk se encoge de hombros como respuesta. Erick resopla con un gesto desolado.
Poco después llegan a sus casas y justo cuando Tae Hyuk se despide, Erick recuerda que tiene un problema con el lavadero de su cocina y, consciente de que es una completa nulidad para esas cosas, le pide ayuda a su vecino coreano.
Cuando entran a la casa, Scott corre disparado hacia Karen, que está sentada a la mesa con una laptop frente a ella. Apenas saluda a Tae Hyuk con frío gesto de cabeza; a Erick ni lo mira.
—Está hablando con sus primas y el francés —explica este último mientras van rumbo a la cocina.
La siguiente hora, Tae Hyuk se la pasa trasteando con la tubería del lavadero hasta que logra limpiarla y sellar la fisura que causó el problema. Erick, cuyo máximo aporte fue correr a la ferretería a comprar lo que Tae Hyuk necesitaba, exhala profundo, cual trabajador agotado, al ver que el vecino ha dado por terminada la tarea.
—¿Cuánto te debo? —pregunta.
—¿Crees que podría ganar dinero haciendo estas cosas? —pregunta a su vez Tae Hyuk, interesado en ello por primera vez en mucho tiempo.
Si sus cuentas siguen congeladas durante unas semanas más, es posible que tenga que volver a los tiempos en los que trabajaba duro para sobrevivir.
—Sí... Pero tú tienes dinero ¿no?
—Sí, claro, pero nunca está demás. Después te pasaré la factura.
Cuando pasa por la sala, Karen todavía sigue conectada por lo que camina sin despedirse. Sin embargo, alguien lo llama poco antes de que llegue a la puerta. Tae Hyuk se vuelve y se encuentra con la expresión perpleja de Karen que intercala la mirada entre él y a la pantalla, antes de voltear esta última para mostrársela.
—¿Gerard? —pregunta Tae Hyuk tras unos segundos de duda.
—¡Sabía que eras tú! —contesta, en francés, el hombre que aparece en la pantalla sentado junto a Diana y a Sofía.
Tae Hyuk se acerca sorprendido por tan inesperado encuentro.
—¿Tú eres el francés de Diana? —pregunta, en el idioma del hombre, todavía sin poder creer semejante coincidencia.
—¡Eso creo! —responde Gerard con una alegre risotada—. Pero cuéntame, ¿qué haces tú allí?
—Es una larga historia…
Diana, en un francés muy precario, le pregunta a su novio de dónde conoce a Tae Hyuk, de modo que Gerard, en una curiosa mezcla de franco—española, le explica que lo hospedó hace varios años cuando el coreano llegó a Francia en su recorrido por Europa. Diana se encarga de repetir la historia a Sofía y a Karen, que no la han entendido del todo, dejando a todos sorprendidos por tremenda casualidad.
Tae Hyuk se despide de Gerard con la promesa de contactarlo pronto para que conversen con tranquilidad, a lo que el francés accede encantado.
Ya en la casa, más o menos un par de horas después, Tae Hyuk prepara la mesa para el almuerzo y se sorprende al ver a Andrea preparada para salir a trabajar.
—Ya me voy —dice ella en español sin traducir, rumbo a la puerta.
Tae Hyuk se apresura a cortarle el paso y con un gesto le señala la mesa.
—Es tarde —responde ella intentando safarse sin éxito.
Kim saca su teléfono del bolsillo para traducir y con un ligero tono de advertencia le dice:
—Son las doce y todavía no has comido. Entras al trabajo a las dos, todavía tienes tiempo.
Andrea, evidentemente desconcertada porque él conozca su horario, se rinde. Tae Hyuk frunce el entrecejo; hubiera preferido que se pusiera a discutir con él. El que solo se calle sin más es signo de su poco ánimo.
—Sit down —ordena con un gesto brusco en un intento por provocarla… pero ella, simplemente, obedece.
Tae Hyuk vuelve a la cocina y trae todos los platillos que componen el almuerzo, para luego disponerlos armoniosamente en la mesa. Andrea coge su cuenco y sirve una porción de arroz, y un poco de los guisos, vegetales y salsas que hay.
Tae Hyuk la observa como un padre complacido miraría a su retoño. Le gusta esa sensación de armonía que ha empezado a establecerse entre ella y la idiosincrasia asiática de él. Casi sin darse cuenta la imagina en su departamento en Corea, compartiendo sus comidas y sus rutinas con la misma naturalidad con la que lo hacen en esta precaria casita sudamericana. Pero lo que no encaja en absoluto es esa expresión vacía, esa conformidad dolida en las maneras de ella.
Andrea come por obligación, no con el disfrute de antes, y eso hace que a Tae Hyuk se le acumule una tensión desagradable en los hombros. Intentando disiparlas, se sirve su propia comida, la degusta con agrado pues sabe muy bien, pero no logra disfrutarla del todo porque, frente a sus ojos, ella se está llenando la boca con el único objetivo de acabar su ración para no botarla. De repente, Tae Hyuk le coloca pequeñas presas en el cuenco, las más apetitosas, con el deseo instintivo de que recupere su gusto innato por comer…. por vivir.