¡Cuál enigmática era la belleza de los páramos! Desolado, salvaje, inhóspito eran los atributos que la señorita Sarah Dunn de dieciséis años, consideraba los adecuados para calificar el paraje al que ella misma llamaba <<el fin del mundo>>. Allí, donde las mullidas y espesas nubes grises ensombrecían el cielo, y el frío y la humedad calaban hasta los huesos. Donde el verdor de la hierba era de una tonalidad sobria y opaca y cuya demás vegetación que crecía exuberante se componía en su mayoría de arbustos, musgo, macollas y frailejones.
En la región, se levantaban, también, dos casitas separadas por una milla, una de la otra. La primera era propiedad del señor Kirbridge un hombre de mediana edad, soltero, sin hijos y con el cabello color de la paja. En la segunda, que era un poco mayor en tamaño que la primera, vivía ella junto a su madre y abuelo, quien, a su vez, era el padre de su madre. Tenían dos caballos, varios lechones, ovejas y gallinas, pero un único ganso, viejo y huraño, y que perseguía con la intención de morder al incauto que se acercara demasiado. El perro, un border collie, había fallecido dos meses antes y el abuelo prometió que en cuanto pudiera visitaría la villa, que con sus menos de veinte recintos era el más cercano indicio de civilización en cuatro millas para hacerse con un cachorro de la misma raza que obsequiaría a su nieta. Los días transcurrían uno a uno sin grandes novedades, pero a Sarah no le importaba.
Creció en esa casa, con esa única familia, puesto que según le contaron, su padre falleció durante la guerra de Crimea antes de que ella pudiera recordarlo, así que aprendió a disfrutar de la soledad. De las cosas simples. Observar lo que la rodeaba. El ligero sacudir de las ramas a causa del viento del árbol colorado que se levantaba a un costado de la propiedad. El aroma del pan recién horneado o las sutilezas en las escasas reacciones humanas que presenciaba tales como cuando la señora Dunn deslizaba con ligereza los pies cual bailarina de ballet cuando tarareaba una melodía o el gesto analítico de su abuelo cuando trabajaba tan concentrado en reparar algún imperfecto de la propiedad. Otras veces leía libros, en su mayoría novelas, y aunque se deslumbraba perdiéndose en sus páginas, no deseaba abandonar su amado hogar. Una sola ocasión visitó la ciudad, fue el mismo invierno en que cumplió los trece años y aunque en un inicio el viaje la entusiasmo, el ruido de los carruajes, el humo de las chimeneas y las calles aglomeradas de personas no hicieron más que abrumarla. Así que, sin tener que meditarlo, la joven sabía que tenía consigo todo lo que necesitaba y quería. Inclusive, en ese clima que a otros podía parecerles tan inclemente, a ella le resultaba inspirador.
Era genuinamente feliz como tan solo lo eran unos pocos.
Y la mañana de ese día de finales de febrero, no era la excepción. Trabajaba en su bordado, moviendo la aguja con maestría y delicadeza e insertando un nuevo hilo cuando era menester un cambio de color, sin embargo, el diseño era tan elaborado que ese era el trabajo de una semana más, de manera que, no se precipitaba e iba a su propio ritmo. Al cabo, de un rato lo dejaría, quizá solo otra media hora y procedería en su lugar, a dedicarse a pulir el juego de té de plata, que le pertenecía y con el que de cuando en cuando organizaba fiestas tal como planeaba hacer para esa ocasión. La cita sería a las cuatro de la tarde. Prepararía té de frambuesa acompañado de sándwiches de queso y jamón, y cuando todo estuviera servido, se pondría su mejor vestido y su collar de perlas. Los invitados, que eran su madre y abuelo, también debían ir formales, evidentemente, o de lo contrario, se perdería el encanto.
En aquellos dulces pensamientos se ocupaba, cuando viendo de reojo a través de la ventana de la salita, se percató que una carreta llevada por un único caballo se estacionaba enfrente de la casa y de la cual, descendió un extraño nada más se detuvo.
No era el señor Kirbridge, puesto que ese hombre era mucho más alto y joven, además, de que su cabello era oscuro y no claro. Y, asimismo, el animal no era de su propiedad. Su madre, que había salido por agua al pozo, fue quien lo recibió. Al parecer, este le hablaba de una oveja, tal vez quería comprar una, aunque, no podía afirmarlo, pues desde donde Sarah se encontraba apenas y se escuchaban fragmentos de la conversación. Interesada por saber más y por lo poco común que era que visitantes llegaran a esas apartadas zonas, se levantó de la silla donde estaba sentada y dejando la labor a un lado hizo ademán de salir cuando intempestivamente para su horror vio como el hombre sacaba un hacha de la parte trasera de la carreta y le asestaba un corte en el hombro a su madre que sin esperárselo solo atino a retroceder y levantar las manos en un gesto de protección, que resultaron ser infructuosos. La mujer cayó al suelo y Sarah, aun sin poder creer lo que sus ojos miraban, comenzó a gritar con desesperación. El hombre, percatándose de los gritos, volvió a tomar el instrumento y le dio a su víctima otro hachazo ahora en el estómago, para a continuación dirigirse hacia la puerta principal de la propiedad.
Sarah, al ser consciente de las intenciones del hombre de ingresar al interior, corrió hacia la cocina donde se ubicaba otra puerta por la que podría salir. Las manos le temblaban con desmesura y no dejaba de pronunciar las palabras <<¡Oh Dios mío, oh Dios mío!>>, mientras pensaba que debía encontrar a su abuelo, aunque, no estaba segura si estaría en los establos con los animales como lo suponía, pero de ser así, podría haber presenciado la escena y si aquel infame hombre reparaba en él… ¡No, no quería ni pensarlo! ¡Y su madre, su pobre madre! La había visto ser atacada y caer en la dura tierra, ¿quién podría sobrevivir a tan brutal ataque?