Eterno

LA LUZ PÚRPURA

Londres, 1940

<<¿Cuál es la vida ahora?>>, se preguntaba Robin Tewksbury, mientras el sonido de las sirenas corrompía la calma de la mañana que en esos días iba y venía, voluble y efímera. Un hombre que corría presuroso a los refugios antiaéreos como tantos otros lo empujó cuando este se detuvo para mirar el cielo en busca de aviones y cuando estos se hicieron presentes en su campo de visión, y el miedo en general aumentó, con los gritos desgarradores de las personas a su alrededor, Robin se dijo que debía moverse para ponerse a salvo, pues el ataque aéreo estaba a punto de comenzar.

En el jardín trasero de su propiedad no había el suficiente espacio para que hubiese construido un refugio, pero sin duda, si hubiese podido, lo habría hecho para no tener que ir a uno público. Allí el aire estaba seco, espeso y viciado a causa del casi centenar de personas que se resguardaban. Algunos tenían expresión nerviosa, sudaban y se removían las manos, otros impasibles se mantenían tal cual estatuas y él, por su parte, solo podía divagar en sus pensamientos. Los estallidos de las bombas que detonaban y causaban destrucción afuera retumbaban dentro, tirando polvo, golpeándoles el pecho con espantosas vibraciones que causaban molestia y alarmando, en general, aún más; pero Robin, más que nerviosismo, se sentía en un estado de desasosiego. De agobio y mal humor. Todo aquello se convirtió en una rutina, un show que, para bien (del enemigo) o para mal, habían repetido un sinfín de veces y tras el que solo podía dejar tras de sí un paso de destrucción, muerte y miseria.

Al terminar el ataque y que las personas comenzaron a salir con calma de los refugios, acostumbrando los ojos a la luz solar, Londres le pareció un lugar deprimente y repugnante que olía a carne quemada y descomposición. Por el panorama podía afirmar que ese era uno de los peores bombardeos que habían ocurrido hasta la fecha y que en definitiva no sería el último. Avanzó con paso calmado hasta su hogar, recorriendo edificios a medio derrumbar, bomberos que apagaban los incendios que se produjeron y a personas heridas que eran atendidas por socorristas y paramédicos, aunque, menos favorecidos eran los que reposaban en el suelo frío, cubiertos por sábanas blancas.

Dio la vuelta hacia la calle donde se hallaba su casa y de pronto, con un simple vistazo, se percató que ya no existía más esa casa, sino que solo quedaba escombro. La voz se le fue. No era capaz de hilar la más mínima frase o palabra. Nada. Se dejó de caer de rodillas. Y no derramó ni una lágrima.

Poco después de que se cumplieran dos meses de aquel bombardeo en que Robin perdió su hogar, el hombre era transportado en un taxi a la dirección en que se ubicaba su nueva morada. Por lo mientras se había quedado en casa de unos amigos que lo recibieron amables y acomedidos, pero él no iba a abusar de sus nobles intenciones, así que, en cuanto pudo recuperarse un poco, comenzó a buscar una vivienda. Quería alejarse de Londres y jamás volver la mirada atrás, pero era un adulto. Tenía 34 años y debía hacerse responsable de su vida. Gracias al cielo tenía un trabajo que le permitía solventar sus gastos y que se ubicaba precisamente en esa ciudad, así que, aunque quisiera, no podía declinar. De manera que, mientras el taxi avanzaba, y Robin observaba a través de la ventanilla las calles estrechas y el vecindario gris e irregular, tan alejado en belleza y sofisticación de su antigua casa, se dijo que eso era lo que podía pagar, que no había otra alternativa, que tendría que acostumbrarse y aceptarlo con resignación.

Pagó el servicio al conductor y con desánimo cargo la pesada maleta que contenía las únicas posesiones que había podido recuperar. La casita, un pequeño recinto estrecho de tejado maltrecho, era ya bien conocido por él desde que hizo el trato de renta con la mujer que se lo alquiló, una semana atrás, por lo tanto, no existía nada más por descubrir y no tuvo que vivir una de esas sorpresas desagradables. Tenía dos habitaciones, un baño y una salita con cocina. Solo lo necesario. Pero estaba bien. No tenía una esposa aún, ni se vislumbraba que fuera a tener una pronto, por lo que no fue tan difícil como pudiera haberlo sido.

Comenzó a desempacar y luego de un rato, se acostó en la cama. Tenía suerte de haberse hecho con un lugar amueblado y con un precio razonable para lo que se ofrecía, pero el gris cielo no hacía más que aumentar su malestar. Esperaba que no volviera a suceder otra desgracia. Había perdido su casa, su patrimonio y el dinero que recibió del gobierno a causa de lo sucedido, debía utilizarlo con prudencia. Pero, al menos, estaba vivo. Eso le dijeron, así que eso se repetía.

Estudió la vista que la ventana de su habitación le ofrecía y miró unas callecitas estrechas que paraban en un callejón y que no le inspiraban nada. Era desalentador.

Estaba harto de los bombardeos.

Estaba harto de la guerra.

Estaba harto de su vida desde hacía mucho.

Durante las noches, le costaba bastante conciliar el sueño, así que se limitaba a servirse un vaso de agua y después de beberlo subía a su habitación para en la oscuridad sin nada más que hacer, ponerse a mirar el techo o el paisaje urbano que se apreciaba desde la ventana. Por supuesto, los pensamientos destructivos nunca escatimaban. No es que antes estuviera bien, pero su casa, <<su verdadera casa>>, era mejor que eso. Había vivido en una zona agradable que ahora ya no existía, tenía vecinos que conocía de años y ahora ni siquiera conocía a ninguna persona. Además de la casera, que no se aparecía mucho por ahí.



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En el texto hay: gotico, suspenso, inglaterra

Editado: 18.10.2025

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