Eterno

CUENTO SOBRE UNA MUÑECA

Existían muchas cosas que desconocía, que ignoraba, puesto que nunca las había vivido. Así que solo podía imaginárselas, pero eso, tampoco se le permitía pronunciar.

Al menos, no en voz alta.

No debía estar cerca de las ventanas, por lo que lo hacía únicamente a hurtadillas cuando el señor y la señora Carstairs estaban demasiado ocupados para percatarse de sus acciones. Tampoco tenía permitido salir. Dentro tenía todo lo que necesitaba, le habían dicho, así que nunca abandonaba la casa. Algunas estancias no estaban permitidas tampoco. No podía ir a la cocina, sentarse en la sala de estar o visitar las habitaciones que no fueran la suya. Su espacio de movimiento se limitaba a su propio cuarto, la sala del té y el salón, así como a los pasillos que los conectaban entre sí, todos ubicados en el segundo piso, a menos de que se le otorgara un permiso especial para bajar si era requerida en la planta baja, pero cuando eso sucedía, siempre era acompañada de la señora de la casa. Su día a día transcurría con actividades como tocar el piano, leer o bordar, algunas veces ayudaba a la mujer a responder sus cartas. Pero eso tampoco podía decirlo. Nada, a decir verdad.

Todo lo que estaba permitido era lo que se mostraba en los días de mesa redonda, como el señor Carstairs, el creador, los había llamado. Los cuales eran tan esporádicos que, para ella, se convirtieron en todo un evento que resultaba ser de lo más esperado cuando se le informaba que se organizaría uno. Las actividades comenzaban en la mañana, cuando se dedicaba a ensayar por última vez todo lo que trabajó en los días previos. Luego, durante la tarde, la esposa del creador, se dedicaba a prepararla. Y posteriormente, al anochecer, era cuando la magia comenzaba. Un grupo de menos de quince personas era conducido al salón donde en tres filas de cinco sillas dispuestas, eran acomodados para presenciar su acto en cuanto se abrían las rojas cortinas de terciopelo del escenario montado. La iluminación siempre era deficiente, se colocaban pocas velas y lámparas de gas para mantener la atmósfera. Nadie tenía permitido hablar, pero cuando ella aparecía el escaso público solía emitir profundas exclamaciones de admiración y asombro. La ropa que utilizaba solía variar dependiendo la temática de la ocasión, no eran los vestidos que cualquier dama respetable utilizaría en una cena, o para salir al parque, no. Todos debían ser majestuosos, bellos, dramáticos. Eran más disfraces que vestidos de fiesta. Que iban desde una faraona del antiguo Egipto hasta emular el estilo imperio. Inclusive, una vez se le había colocado un sari. Pero siempre, no importaba la procedencia o la época de la ropa, debía ser ropa pulcra, que ocultara sus tobillos y brazos lo más posible. Aun así, tenía un guardarropa tan extenso que podía parecer el sueño de toda mujer, pero ella no lo era. Ella era una muñeca.

Con solo hacer acto de presencia y caminar de forma grácil de un lado a otro del escenario, era suficiente para lucir esplendorosa. La gente solía aplaudir cautivada. Los engranajes en su interior formaban un complejo mecanismo que era el que le permitía moverse. Así, se acercaba hasta el público haciendo una reverencia, para después, con el creador tocando el piano de cola que se encontraba en la parte del fondo, justo atrás de las sillas de los invitados, comenzar a danzar al ritmo de una evocadora melodía. Sus movimientos, por supuesto, aunque precisos y sincrónicos, solo podían emular los de un ser humano por lo que resultaban rígidos y mecanizados, pero eso era parte del encanto y a las personas sin duda les maravillaba. Su rostro nunca sonreía. Tenía una expresión pétrea, que se mantenía durante toda la velada, aunque la melodía fuera rápida o lenta, alegre o melancólica. Esos labios pintados de carmín, nunca se curvaban en lo más mínimo y los ojos, ¡vaya ojos!, no reflejaban ninguna emoción. Pero entre el aroma de incienso con el que previamente se perfumaba la habitación y la poca luz, ella sabía que los presentes solo veían lo que su creador deseaba que mirasen. Porque, aunque sus expresiones fueran nulas, sin duda sentía.

Y, asimismo, en parte, porque ella no podía manifestarlos, le daba emoción ver los gestos difusamente apreciables de los presentes. Verlos aplaudir cuando su danza terminaba y sorprenderse cuando proseguía el siguiente acto, donde bajaba las escaleras con lentitud de una en una y era ella ahora la que tocaba el piano, luego, volvía a subir al escenario y dibujaba o escribía un poema en una mesita que habían colocado para su uso. Siempre eran los mismos. Una breve selección de la cual escogía uno que después ofrecía al público y uno de los valientes se levantaba para tomarlo de su mano extendida. Al concluir el espectáculo, seguido de atronadores aplausos y gestos deslumbrados se cerraba el telón y la señora Carstairs la acompañaba a través de una puerta adyacente a una escalerita oculta que la conducía a la sala del té, donde ahora sí, en una mesa redonda (de ahí el nombre) y bien dispuesta con confituras, emparedados y té o café se sentaba para esperar al creador y a sus invitados, a quienes deleitaba hablando de ella su más grande creación, Adelaide.

La charla siempre comenzaba remontándose a los inicios del hombre cuando como aprendiz de relojero en Birmingham comenzó a interesarse más a profundidad por el funcionamiento de las máquinas y los mecanismos que lo conformaban. La pequeña tienda de relojería donde laboraba quedaba en las cercanías de las grandes fábricas de la ciudad y, por lo tanto, desde la vista que poseía el establecimiento siempre podía observar salir el humo de las chimeneas de estas. Hablaba con los empleados cuando iban de camino al trabajo, devuelta o necesitaban de sus servicios como relojero. Así fue como poco a poco la idea de algo increíble se fue formando en su cabeza. Dominando el arte de la relojería, estuvo preparado para subir de nivel. Leyó grandes manuales, se le obsequiaron piezas desechadas de máquinas con las que experimentó a su antojo y finalmente, leyó un día sobre los autómatas. Los más reconocidos a lo largo y ancho de Europa eran los de Jaquet-Droz. Sus tres modelos, la organista, el dibujante y el escribano, habían fascinado desde su creación por su impresionante nivel de sofisticación artística y, sobre todo, mecánica en la corte más maravillosa del mundo entero, Versalles. Con esa profunda inspiración, inició su fructífera carrera en el campo de los autómatas. Les hablaba de los primeros proyectos que realizó y que les mostró al inicio de su visita, en la planta baja. El ruiseñor que aleteaba y movía el pico, la bailarina y el caballero que desenvainaba su espada para luego lanzar una serie de estocadas como si se hallara en combate sin igual.



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En el texto hay: gotico, suspenso, inglaterra

Editado: 18.10.2025

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