Odiaba esa hora poco después del atardecer, cuando el cielo amenazaba con volverse oscuro y se daba cuenta que el día pronto concluiría y ella no habría vuelto a hacer nada interesante.
Trabajaba como fregona. Una doncella. Término que prefería emplear su madre para referirse al trabajo de ella, su hija menor cuando presumía con las vecinas de su pueblo natal sobre la cantidad de dinero que esta generosamente les enviaba, y su envidiable posición dentro de la servidumbre en la respetada propiedad de los Irvine, un matrimonio ya entrado en edad, cuyos hijos habían abandonado el hogar familiar hacía bastante tiempo. Dicha familia perteneciente a la alta burguesía se dedicaba a la industria textil y había amasado su fortuna desde hacía tres generaciones. De forma que, si era sincera consigo misma, si hacia bastante a lo largo del día. Desde mucho antes de que el sol apareciese, ya estaba preparándose para estar lista y comenzar su rutina. Sacudía cortinas, lavaba alfombras, pulía la plata o planchaba la ropa de sus patrones. Y cuando llegaba la hora de comer se sentaba a la mesa con sus compañeros y devoraba todo lo que se le pusiese enfrente. Necesitaba recuperar energías. Sabía que su trabajo era mucho más sencillo que, por ejemplo, el de un peón, pero no por eso significaba que no era agotador. En las noches ya finalizado el trabajo, al igual que otros miembros del servicio, se sentaba a la mesa y se dedicaba a sobarse las lastimadas y maltrechas manos, mientras escuchaba a Dickon uno de los lacayos que en ocasiones tocaba el piano. Otras veces, en cambio, se dedicaba a chismorrear banalidades con sus compañeras doncellas o con las ayudas de cocina; pero, aunque podía aguantar despierta mucho más que los que eran más mayores que ella como el ama de llaves, la señora Hindley o el mayordomo, el señor Winslow, nunca se quedaba demasiado tarde, pues al día siguiente la esperaban nuevas tareas y no podía darse ese lujo.
No existía mucha diferencia entre uno y otro día. Cuando salía esporádicamente algunos domingos a visitar el hogar familiar, tampoco cambiaba en demasía el transcurso de las cosas. Ella les hablaba de las labores que desempeñaba en la propiedad, ellos de los propios y, además, se relataba alguna buena nueva sobre las personas del pueblo, que ella, conocía de toda la vida. Casi siempre se trataba de bodas, nacimientos o decesos, eso era lo más relevante. Pero sus padres estaban felices con ese ritmo de vida. Así que, la joven procuraba nunca quejarse y mantener sus opiniones personales solo para sí.
Sus progenitores estaban orgullosos de hasta donde había llegado. <<Debes sentirte feliz Evelyn Shaw>>, le repetían.
Y ella solo podía sonreír, fingiendo no sentirse tan aburrida.
El dinero era otra cuestión importante. Sabía que era su medio de subsistencia, que con él podía ayudar a su familia, pero también, no podía evitar pensar, en ocasiones, que, en otra vida, siendo parte de otra clase social más beneficiada podría haberlo utilizado para satisfacer placeres y no solo necesidades. Habría asistido a carreras de caballos. Comprado a más no poder en los grandes almacenes. Y en vacaciones se decantaría por visitar una de esas encantadoras ciudades que solo conocía del boca en boca. Edimburgo, Viena y Francia eran sus mayores ideales. Habría podido trabajar en lo que le satisficiera sin tener que llevar dinero a casa (pues toda su familia sería de estatus) y cada día sería una nueva historia llena de experiencias y personas nuevas que le enriquecerían el alma. Y si de verdad pudiera vivir otra vida, tal vez, también podría haber nacido ahora hombre. Así no tendría que quedarse en casa. Con el mismo derecho que cualquier otro de su posición, estudiaría en la universidad, o simplemente, se haría a la mar. No lo sabía. Eran tantas las posibilidades cuando se pensaba en el hubiera. Pero en su vida real, en las escasas horas que no tenía nada que hacer, que no se presentaban muy a menudo, solo podía dedicarse a devorar cuanta lectura hubiera. Desde revistas que compraba cuando podía permitírselo hasta las noveluchas de un penique que se vendían por montones en algunos quioscos, pero los mejores de todos, eran los libros de la biblioteca personal de los señores Irvine que se les permitía tomar prestado a ellos, la servidumbre (eso si después de haber anotado que libro tomaban en un cuaderno de visitas y respetando la regla de solo uno a la vez). Allí habría descubierto que a veces se sentía como una especie de Quijote de la Mancha o de Catherine Morland de la Abadía de Northanger. Anhelando un quiebre en la monotonía de su vida.
Los periódicos que con tanto cuidado se encargaban de planchar los lacayos para que los señores Irvine no se mancharan los dedos de tinta por las mañanas, eran también otra gran fuente de interés para ella, de manera que, no perdía la oportunidad de pedírselos al mayordomo cuando ya no tenían utilidad y una vez otorgado el permiso para conservarlos, con suma concentración se encargaba de dar lectura a los mismos. Así fue como una tarde descubrió que la Exposición Universal, el tan ansiado proyecto del príncipe Albert del que era uno de los principales promotores, sería pronto inaugurado y que la misma reina y su familia estarían presentes ese ansiado día para darle apertura en el Crystal Palace.
El recinto construido en Hyde Park, abarcaba más de 90, 000 metros cuadrados y estaba diseñado para albergar a los miles de visitantes que pronto llegarían de todas partes de Europa, pero no era su tamaño, su mayor atractivo, sino su estructura de hierro y mayormente, vidrio (de ahí el motivo de su nombre), que le daba una imagen majestuosa y luminosa que mostraba el poderío del Imperio Británico. En él se exhibirían al público los mayores avances tecnológicos del siglo, así como objetos fantásticos de los diferentes países del mundo, cada uno dividido en su propia sección.