Mi vida se parece a un par de zapatos baratos. Por fuera todo parece estar bien. Incluso bonito. Pero si mirás de cerca... la suela se despega, la pintura se cae y por dentro huele a demonios, gracias a los materiales de mala calidad. Así soy yo: una belleza de vitrina. Delgada, con peinado, maquillaje, ropa con estilo... Pero por dentro, sola y con una mala leche que da miedo. Tengo treinta y cinco, pero mentalmente ya llegué a la edad de una abuela cascarrabias que se sienta en la puerta del edificio a criticar a todo el que pasa. Una joyita, vamos.
Y pensar que antes todo era diferente… Llegué a Kyiv convencida de que iba a conquistar la capital. Me imaginaba que en uno o dos años caminaría por Jreshchatyk bajo una lluvia de miradas admiradas. Tendría coche, departamento y un hombre de esos que solo piensa en cómo hacerte feliz. Ajá. Todo pasó justo al revés.
Cada amante que apareció en mi vida vino con su propio balde de mierda. El último trajo directamente un barril. No sé si es que soy demasiado confiada o simplemente tengo un radar dañado para detectar imbéciles… Pero el caso es que solo logro atraer vividores y estafadores. Resultado: deudas, créditos y una decepción total con el género masculino.
“Los hombres son el mal.”
Con esa frase me dormía en mi cama fría. Y con la misma me despertaba para ir a ese trabajo que tanto detesto.
Trabajo en un hotel. Normalmente ahí es donde termino de contar mi trayectoria profesional, porque si entro en detalles, se me hace añicos la autoestima. Pero hoy haré una excepción. Mano al corazón: la verdad y nada más que la verdad. Soy tan "mujer de negocios" que tengo dos cargos al mismo tiempo: camarera durante el día y mesera por la noche. Un puesto más glamuroso que el otro, claro.
Mis ambiciones gritaban de frustración. Yo debería ser la dueña de ese hotel, o al menos su directora. Caminando por el vestíbulo, señalando con el dedo a quién le toca hacer qué… Y en cambio, estoy limpiando habitaciones y recogiendo platos sucios. Lo bueno: buenas propinas, acceso ilimitado a mini cosméticos y papel higiénico del hotel. Lo malo: ver todos los días cómo vive la gente rica... y saber que no es mi mundo.
—La entrada principal es solo para los huéspedes —gruñó el portero, manteniendo una sonrisa postiza para las cámaras de seguridad—. ¿Por qué siempre venís por acá?
—¡Dale, no jodás! —le di un codazo—. No me peiné dos horas para colarme entre los depósitos.
Solo quiero sentirme persona, ¿sabés? Cuando sea rica, me voy a alojar en nuestro querido "Incógnito". Voy a descansar sobre sábanas de seda y fruncir el ceño si el champán no está lo suficientemente frío. Bueno, el champán es opcional. Con la atmósfera me alcanza: oro, patrones árabes, pétalos de rosa flotando en la fuente del lobby… Como estar en Egipto o Turquía. Aunque solo supongo, porque todo lo que sé de resorts es por fotos y cuentos de mi amiga. Para mí eso solo pasa en sueños.
Mientras me ponía el uniforme, escuchaba las quejas de la jefa de camareras. Resulta que hoy llega a Ucrania el dueño del hotel, y hay que preparar su suite. Y el tipo es un divo. Todo tiene que estar perfecto: flores frescas, velas encendidas, ni una mota de polvo…
—¿Todos los turcos son así de exigentes o solo nuestro jefe?
—Creo que no es cosa de nacionalidad. Es cuestión de billetes. Cuanto más tienen, más se les va la olla.
—Igual estos árabes se creen con derecho a todo… Vienen acá, se descontrolan, usan a nuestras chicas y después vuelan de vuelta a su patria como si nada.
Siempre me molestaron los dobles estándares de los extranjeros. Ya en la facultad lo había notado… Algunos venían ya comprometidos, pero igual se acostaban con medio dormitorio. Se daban la gran vida y dejaban atrás corazones rotos o, peor, bebés con ojos grandes. Y allá, en sus países, santitos todos.
—Nadie obliga a nuestras chicas a meterse en sus harenes —resopló Larisa Pavlivna.
Solo negué con la cabeza. ¿Qué va a saber esa señora de las realidades de hoy? Ella ya solo se emociona con descuentos en la farmacia. En cambio, las chicas jóvenes, sin experiencia, soñamos con amor y finales felices. Yo lo sé bien. Cuando las hormonas te pisan el cerebro, la lógica se va a la mierda.
—Tomá —me clavaron una tarjeta llave en la mano—. Limpiá su suite.
—¡Pero si tengo un montón de habitaciones mías!
—No discutas con tu jefa —bufó la mujer.
Jefa… ¡por favor! Barre igual que yo.
No me quedó otra. Agarré el carrito y subí al piso más alto, donde está la suite del big boss. Separada de todas las demás, como para dejar claro que este Ahmed… o Armand… ni me acuerdo el nombre, es “alguien”. Vive más arriba que todos. El rey del cerro, el muy cabrón.
Entré. Ay, si no tuviera el uniforme de camarera, me sentiría como una estrella de gira. ¡Tremendo lujo! Una pared entera de vidrio con vista a la ciudad y… una piscina privada climatizada. En el dormitorio, una cama gigante con dosel, como para una princesa. En el salón, cine en casa y un bar con bebidas que ni me animo a tocar. Que alguien me encierre acá, por favor. ¡Exijo aislamiento inmediato!
¿Por qué unos tienen todo y otros nada?
Yo sería la esposa perfecta para un millonario. El problema es que los millonarios no buscan chicas que limpian baños. Injusto. Eso solo pasa en los cuentos de hadas.
Suspiré. Como decía mi abuelo, "limpiate los mocos y dale para adelante". Aunque no me dejaron ni una propina, limpié como si viniera la reina. Pulí los espejos, encendí las velas, cambié las sábanas…
Ay, si yo hubiera sabido que muy pronto mi mundo se pondría patas arriba. Que estaría recostada en esa misma cama como una Hürrem con su sultán, y que el jefe mandaría traerme fresas frescas en plena noche…
Pero bueno. No me voy a adelantar.