Eva busca felicidad

4.1

Ese día me quedé en el hotel casi hasta el amanecer. No tenía ninguna garantía de que esos matones no me estuvieran esperando a la vuelta de la esquina, así que preferí no arriesgarme. Me fui a casa solo cuando terminó el turno de uno de los cocineros —él tenía coche propio y accedió a llevarme. Así al menos me aseguraba vivir un poco más…

Tenía la llave del piso de Yulia desde mucho antes de convertirme en “refugiada doméstica”. Ella y Tolik viajaban bastante, y yo me encargaba de regar las plantas y alimentar a los peces. En esos días era el doble de feliz: mi amiga veía mundo y yo vivía en condiciones decentes. Su estudio de una habitación me parecía un palacio. No quería regresar a mi cuartucho de dos por dos… Pero eso era antes. Ahora, en cambio, extrañaba el dormitorio del hostal como nunca. Sin techo, todos los problemas se sienten el doble de pesados.

Entré en silencio para no despertar a nadie. Quería darme una ducha rápida y meterme en la cama antes de que mi estómago se diera cuenta de que no habría cena. Pero las cosas no salieron como esperaba.

Lo que vi después fue un shock difícil de describir con palabras. Justo frente a mí pasó un hombre en unos calzoncillos de cuero apretados. Llevaba pasamontañas, así que al principio no reconocí a Tolik. Pensé que habían sido víctimas de un robo… ¡o de pervertidos! Agarré lo primero que vi —unos tacones— y me preparé para atacar.

—¿Dónde está Yulia? —le grité, apuntándolo con el zapato—. ¡Confiesa, desgraciado! ¡No tengo nada que perder!

Los calzones de cuero se detuvieron a un brazo de distancia.

—Yulia está en el baño —gruñó el tipo con la voz de Anatoly—. ¿Y tú qué haces aquí?

Me dio una vergüenza tremenda. Bajé mi “arma” y me puse roja como un tomate.

—Pues… vine a… sentirme —balbuceé sin sentido.

—Pensamos que ya no ibas a volver —Tolik ni se molestó en disimular su decepción.

—¿Y adónde más iba a ir?

—Mirá, hablemos claro. No me importa dónde duermas… Yulia y yo somos una pareja joven. Queremos estar solos. Y contigo aquí, esto parece una comuna gitana.

—Pero…

Como si yo no quisiera dejarlos en paz… ¿Pero adónde iba a ir? ¿A una alcantarilla?

—¡Cariño! —gritó Yulia desde el baño—. ¿Vas a tardar mucho? ¡Ya estoy lista!

Ni quería imaginar en qué estaba “lista” mi amiga. Yo soy bastante abierta a los experimentos, pero visto desde fuera, esto parecía una porno barata.

—Escuchá —Tolik levantó sus jeans del sofá. Por un segundo, pensé que iba a ponérselos. Te digo, su cuerpo es… para gustos. Vestido pasa, pero ese panza peluda colgando sobre los calzones parece un globo peludo. Como un mono.

Pero en lugar de cubrirse, sacó la billetera y de ahí un fajo de billetes.

—Tomá —me dijo.

—¿Para qué?

—Es lo que te doy para que te vayas. Podés venir por tus cosas mañana.

Miré el dinero. Era una buena suma, me habría venido de perlas. Pero tuve la dignidad de no aceptarlo.

—No hace falta. Lo entiendo… —le devolví las llaves—. Perdón por la incomodidad.

—¿Con quién hablás? —volvió a gritar Yulia.

—¡Con nadie! ¡Estoy cantando! ¡Ya voy!

Me escabullí por la puerta y él la cerró detrás de mí.

—¿Sin rencores? —preguntó.

¿Sin rencores? ¡Sos un cerdo insensible! Yo jamás echaría a alguien indefenso a la calle.

—Sin rencores —mentí con una sonrisa—. Que pasen una buena noche.

—Gracias.

Tolik sabía que yo no diría nada a Yulia. Eso solo traería peleas, y no tenía fuerzas para dramas. Mejor terminar las cosas en paz.

¿Y ahora qué? Estaba exactamente como después del incendio.

Me daban ganas de llorar de pura impotencia. Caminaba por la calle, moqueando y tragándome las lágrimas. Toda la gente normal dormía. Hasta los vagabundos ya habían encontrado un rincón para pasar la noche. Yo no.

Sentía miedo. Pensaba que en cada esquina me esperaban asesinos, violadores o —peor aún— cobradores. Así que cuando un gato saltó desde un contenedor, casi me hice pis encima del susto. ¡Genial! Ahora también tenía ganas de ir al baño…

Anduve, anduve, hasta que decidí ir al hotel. Al fin y al cabo, ahí por lo menos podía dormir en el depósito. El camino me ponía nerviosa. A veces imitaba caminar como varón para no llamar la atención. Una chica sola en la calle a esas horas es un blanco fácil. Y cuando me cansaba de actuar como macho, fingía hablar por teléfono con mi “novio”. Algo como: “¡Sí, ya estoy llegando! ¿Saliste a buscarme? Ay, y trajiste al perro guardián también, qué bien… Ya los veo”. Sé que ese truco es más viejo que Matusalén y no espantaría ni a un mosquito, pero a mí me daba seguridad.

Cuando vi las luces de “Incógnito”, suspiré aliviada y aceleré el paso.

—¿Qué hacés acá? —me preguntó el guardia, justo cuando intentaba colarme por la puerta trasera.

—Vengo a trabajar. ¿No se nota?

—¿A esta hora?

Miré el reloj. Las 3:30.

—No quería llegar tarde.

El guardia alzó una ceja. Seguro no me creyó. Así que improvisé.

—Tengo que hacer una limpieza profunda del salón de banquetes. Mañana nuestro jefe recibe una delegación extranjera. ¡Déjame pasar! Si no termino, la culpa va a ser tuya.

—No sé…

—Vamos, llevamos tres años trabajando juntos. Hay que confiar en los colegas.

Suspiró.

—Está bien. Pero sin payasadas.

¿Payasadas? Solo quería dormir en un lugar caliente.

Avancé por el pasillo a oscuras y llegué al depósito de los trapeadores. Me quedé un rato parada frente a la puerta, asimilando que este podía ser mi “hogar” los próximos días. Me rendí.

Me hice una cama con paquetes de servilletas de papel, me tapé con un mantel viejo. Si me acurrucaba como signo de interrogación, hasta podía dormirme. Puse la alarma y cerré los ojos.

En realidad, no estaba tan mal.

Mentira. Era horrible.

La miseria en su máxima expresión.



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En el texto hay: embarazo, jefe y empleada, ceo millonario

Editado: 07.08.2025

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