Llevada por una emoción estúpida y una determinación aún más estúpida, entré en la suite del jefe. Ardía por dentro. Rabia, desesperación, ganas de tirar todo a la mierda. Dejé los utensilios de limpieza junto a la puerta y fui directa al dormitorio. Me arrodillé para mirar debajo de la cama. Ahí estaba.
Si él limpiara sus propios rastros, nada de esto hubiera pasado.
Si fuera más cuidadoso, nadie podría aprovecharse.
Si no fuera un cabrón egocéntrico, tal vez me lo hubiera pensado dos veces antes de preparar las condiciones perfectas para un chantaje.
Pero todo encajó como piezas de rompecabezas. Y me llevó directa a este acto miserable.
Felicidades, has llegado al momento exacto en el que deberías empezar a despreciarme.
Odiaba lo que estaba haciendo. Pero no me detenía. Si me hubiera dado tan solo un par de minutos para pensarlo bien, seguro habría reculado. Pero todo pasó como en trance: botiquín, jeringa, guantes, tijeras. Y luego… la pose del árbol de abedul (sí, con las piernas para arriba, como en yoga), para que no se derramara nada. Esa parte fue pura improvisación y, con sinceridad, la más estúpida de toda esta operación.
Mientras estaba ahí, de cabeza como una idiota, la sangre me subió al cerebro, y por fin ese condenado órgano se encendió. Tarde, pero funcionó.
¡Alto! ¿Qué estoy haciendo? Esto está mal. Es asqueroso. Esto me va a perseguir toda la vida.
Salté de la cama y corrí directo a la ducha. Me daba igual si el jefe regresaba y me encontraba ahí. Tenía que lavarme toda esa porquería. Y no hablo del fluido corporal, sino de mi propio idiotez pegada hasta los huesos.
Error. Un error asqueroso, monumental, vergonzoso.
Me enjaboné con su gel de ducha masculino, me enjuagué con agua hirviendo y repetí el proceso. Froté la espuma contra la piel y lloré. Tocamos fondo, Eva. Esto ya es la línea final. Lo próximo es la prostitución. Aunque... eso sería más digno: al menos esas chicas ganan su plata de forma honesta.
Me sequé con su toalla, me puse de nuevo el uniforme. Nada mejoró. Ojalá todo esto fuera solo una pesadilla. Porque en la vida real yo no haría algo así. En la vida real estaría en mi sofá, entre la ducha y la mesa, escuchando cómo se gritan mis vecinos alcohólicos, oliendo esa cañería eternamente tapada, y preparándome para otro día de mi trabajo de mierda.
Ay… el pasado feliz. Solo lo apreciás cuando ya lo perdiste.
Recriminándome a mí misma, terminé de limpiar la suite y seguí con mis tareas. Me sentía como un despojo todo el día. Ni siquiera los regalitos del restaurante lograban animarme. ¿Qué va a arreglar un trozo de bife cuando te da náuseas tu propia existencia?
Si no fuera por la llamada de Yulia, no sé qué habría hecho. Capaz me empedaba en mi cuartito de limpieza.
—¡Hola! ¿Tenés media horita después del trabajo? —preguntó.
—¡Sí, claro!
—¿Nos vemos en el parque cerca del hotel? Te invito un café.
—¡Encantada!
Apenas se fue el último cliente del restaurante, volé a verla. Yulia es mi antiestrés personal: me escucha, me aconseja, me cuida. Eso sí, ese día no pensaba contarle mis aventuras. Esa estupidez se viene conmigo a la tumba.
—Esto es para vos —dijo, dándome una bolsa gigante—. Les conté a las chicas del centro lo de tu incendio, y te juntaron ropa, zapatos y algunas cositas más.
Se me salieron los ojos. No esperaba tanta generosidad de gente que ni me conoce. Qué ironía: mientras yo tramaba cómo joder a mi jefe, estas mujeres estaban preocupadas por si yo tenía qué ponerme.
—¡Dios! ¡Qué gesto tan lindo! —dije emocionada—. Agradeceles de mi parte, de verdad… es increíble.
—No es nada —restó importancia—. Pero contame vos: ¿cómo estás? ¿Dónde estás viviendo? Te fuiste tan rápido de casa que ni me diste tiempo a preparar una cena de despedida.
—No te preocupes. Si no resuelvo mis deudas pronto, vas a tener chance de organizarme… un velorio.
—¿Qué decís? —tosió con la boca llena de café—. ¿Tan mal estás?
Y ahí me picó la culpa. Solo faltaba que Yulia empezara a recolectar plata para mí. Conociéndola, no me sorprendería ver una cajita transparente con mi foto al lado del consultorio ginecológico, con el cartel “¡Salvemos a esta joven del hambre mortal!”.
No, basta. Muy dramático.
Así que cambié el tono:
—¡Tendrías que haberte visto la cara! —le di un codazo—. En serio, estoy bien. Trabajo, ahorro…
—¿Y dónde vivís?
—Eh… en una casa.
—Bueno, obvio que no dormís en una casita para perros. ¿Qué tan lejos queda?
—Ah, está muy cerquita. Podría decirse que tengo un pie en el trabajo y el otro en casa.
—¡Genial! Ahorro total en transporte.
—Tal cual.
Yulia me abrazó por los hombros.
—Me alegra que estés saliendo adelante. Pero si necesitás algo, lo que sea, sabés que contás conmigo…
—Lo sé. Ya hiciste un montón por mí. No sé si alguna vez podré devolverte tanto…
—No digas pavadas. Para eso están las amigas.
Dimos un par de vueltas más por el parque, y luego Yulia se fue, que la esperaba Tolik. Me alegraba que al menos ella tuviera una vida normal: marido, casa, auto, trabajo decente. La acompañé al estacionamiento y me fui corriendo al hotel. Tenía que volver antes de que entrara el guardia de la noche, ese que ya me miraba con cara rara. Seguro sospechaba algo…
Menos mal que el contrato no dice nada de “prohibido dormir ilegalmente en la despensa”. Si llegara a descubrirse, al menos me salvaría con una buena dosis de vergüenza y listo.
Y de pronto, alguien me agarró el brazo de un tirón.
—¿Adónde tan apurada? —dijo una voz que sonaba como una lija arrastrándose por un plato.
Me giré. Un troglodita calvo de dos metros con chaqueta de cuero.
Cicatrices en la cara, dientes rotos, mirada de “tengo contactos y un bate en el baúl”.
Era evidente: venía por mí.