Me desperté cerca de las diez. Jamás habría pensado que sería capaz de dormir tanto. Nadie me llamó, nadie me regañó, nadie discutió conmigo. Empecé a sospechar que la llegada de Amir había sido un sueño, y que ahora simplemente empezaría otro día normal.
Me estiré en la cama, disfruté unos minutos acurrucada en la sábana suave, y luego me levanté y me arrastré directo afuera, porque en la casa no había ni un alma.
Encontré a mamá enseguida. Estaba sentada en un banquito pequeño en el jardín. A su lado había dos cubos llenos de peras. Hermosas, doradas por el sol, jugosas. No me pude resistir y agarré una. La limpié con la camiseta, le di un mordisco y cerré los ojos de puro placer. Si algo no me preocupaba en este pueblo, era morirme de hambre.
—¿No viste a Antón? —pregunté mientras me lamía el jugo de la mano. Visualmente soy una dama refinada, pero por dentro soy un cerdito de categoría: con una sola pera me había enchastrado de pies a cabeza.
—Sí, lo vi. Decidimos no despertarte, y al amanecer nos fuimos a trabajar. ¡Cuánto logramos hacer antes de que empiece el calor!
—¿Y él realmente hizo algo?
—Bueno, “hacer” es mucho decir… más bien ponía los ojos en blanco y resoplaba. Me parece que tu Antón es de esos hombres hechos para el amor, no para el trabajo.
—Mamá, hoy en día la gente no tiene que matarse como mulas para ganar dinero. Mirate vos, trabajaste toda la vida, te arruinaste la salud, ya ni podés mover las piernas. ¿Y para qué? Igual tenés que contar cada moneda.
Mamá suspiró con pesadez.
—Tal vez tenés razón. Por lo menos vos no vas a terminar doblada. Cargo importante, buen sueldo, muchos subordinados...
Desde arriba se escuchó una risa.
—¡Importantísimo! No se puede discutir.
Di un salto del susto. Tropecé con mis propios pies y casi tiro todos los baldes de peras. Levanté la cabeza y lo vi: justo encima de mí, sobre una rama, estaba Amir. Un estornino gigante con jeans de Armani.
—¿¡Qué hacés ahí!? —grité.
—¿No lo ves? Estoy recogiendo peras —respondió con ese tono de asco, como si estuviera haciendo algo indecente o absolutamente degradante.
—¡No lo puedo creer! ¿Te puedo sacar una foto?
La voy a mandar a todo el equipo de “Incógnito” como premio por su esfuerzo.
—Déjame en paz, Eva. Me subí al árbol solo porque ustedes dos no van a juntar ni una de estas malditas peras. Una ya no se puede ni mover, y la otra… —me señaló con la cabeza— está embarazada.
—Qué tierno que te preocupás por nosotras.
—No me preocupo por ustedes, me preocupan las peras —gruñó Amir—. Están demasiado ricas.
—¡Qué carácter! —dijo mamá, negando con la cabeza.
—¿Y vos no tenés carácter? —le susurré—. ¿Por qué no le dijiste que tenemos esa vara con canastito para no tener que treparse a los árboles?
—Se me olvidó —respondió mamá con una sonrisita pícara—. Se me fue completamente de la cabeza.
Miré hacia arriba. ¿Se trepó Amir al árbol por las peras o por nosotras? Bah, no importaba. El simple hecho de que estuviera allí arriba, con un balde entre los dientes, me dejó en shock. No encajaba ni un poquito con la imagen del millonario mimado que él siempre representó.
¿Será que le daban ganas de probar algo nuevo? No por nada existen esos tours que te dejan en una isla desierta para que vivas como Robinson Crusoe. ¡Y la gente paga una fortuna por eso! Los ricos están tan aburridos de no tener problemas que están dispuestos a pagar por emociones fuertes.
Y ahí tenés a Amir, buscando adrenalina, trepado a una pera.
Si me dijera que está aburrido… le armaba yo un curso de supervivencia rural que no se lo olvidaba nunca.
— Voy a desayunar y podemos irnos —le dije.
— Nos vamos… si me devuelven las llaves.
Cierto. Esa era la razón principal por la que seguía atrapado.
— Mamá, dale las llaves. Tenemos que ir a la ciudad.
Mamá miró a Amir, luego a mí, con desconfianza.
— No sé yo…
— Vamos, no lo vas a tener aquí retenido a la fuerza. Ya ni gracia tiene esto.
— Está bien —cedió—. Pero con una condición.
— ¡No vamos a organizar una boda! —aclaró el jefe.
— Ya me quedó claro que ustedes no son muy tradicionales. Si quieren casarse con la barriga al aire, allá ustedes. No los voy a apurar.
— No estamos planeando nada… —empecé a decir, pero entendí que era inútil. Mamá no iba a entender igual. — ¿Cuál es la condición?
— Que ese Tarzán se baje del árbol y ya les cuento. Me duele el cuello de mirar para arriba.
Amir saltó del árbol y se paró a mi lado. Ya no llevaba encima medio kilo de cera ni parecía recién salido de un spa. Su pelo caía libre sobre la frente, y la barba espesa ya no brillaba como si se hubiera lavado la cara con aceite. El sultán de catálogo se había convertido, por fin, en un Antón cualquiera de barrio.
— Sorpréndanme —bufó con los ojos en blanco.
— Tengo un chivo —dijo mamá. Y yo quise desaparecer bajo tierra. ¿Amir y su ganado… qué tienen que ver? — ¡Un chivazo precioso! Se llama Johnny. Aquí en el pueblo es muy popular porque... ya saben, cubre bien a las cabras. La cosa es que, Eva, tu compañera de clase, Aliona, me pidió que se lo llevara para una cita con su Mavka. Pero viven lejos, y a mí me cuesta caminar…
— No entendí nada.
— Mamá quiere que lleves a Johnny con Mavka.
— Igual van en esa dirección —se encogió de hombros ella.
— Un momento… —Amir se llevó las manos a la cabeza—. ¿Ustedes están locas? ¿¡Cómo se les ocurre meter un chivo apestoso en mi coche!?
— Ya bastante que el chivo va al volante —no me aguanté.
Amir se quedó tieso.
— Muy graciosa, Eva. Esperaba que al menos tú entendieras lo absurdo de esta petición.
— Lo entiendo.
— Entonces explícaselo a tu madre, porque ya no me quedan palabras decentes en la cabeza.
— Mamá, ¿no puede ser que Aliona venga a buscarlo ella misma?
— No. El servicio de Johnny incluye entrega a domicilio.