Eva busca felicidad

Сapítulo 18

El ánimo era una mierda. Claro, no esperaba que Amir se enamorara locamente de mí. Mucho menos que me fuera fiel como un cisne. Pero… por un momento, creí que entre nosotros había algo… No importa. Soy una ilusa. Una tonta de campeonato.

No le confesé que lo había visto con otra. No quería parecer aún más patética. Me volvió a mi habitación y, solo para fastidiar a Amir, pedí la cena más cara. Y aunque no me entraba ni un bocado, empujaba esos sushis con caviar en la boca y me tragaba junto con ellos el sentimiento de injusticia.

Al rato se me pasó. Al fin y al cabo, enojarse con el estómago lleno es mucho más agradable.

Hasta la medianoche Yulia y yo hablamos sobre bebés y embarazos. Nunca pensé que esos temas me interesarían, y ahí estaba yo, absorbiendo cada palabra con avidez. Es genial tener una amiga ginecóloga que pueda disipar tus miedos y darte algunos consejos.

A la mañana siguiente, Yulia se fue a casa porque a Tolik le había bajado la presión de la soledad. Yo creo que solo buscaba una excusa para sacar a su esposa de las malas influencias, o sea, de mí. Como si la estupidez fuera contagiosa. Y eso que es doctor. Debería saber que la mala suerte no se transmite por el aire.

Antes de irse, Yulia me hizo prometer que cuidaría mi salud y que la mantendría al tanto de todo lo relacionado con Amir.

Yo me recompuse como pude, vomité otra vez y devolví las llaves de la habitación. Encontré a Larysa Pavlivna en el cuarto de limpieza.

—¿Y cómo les va aquí sin mí? —pregunté abrazándola—. Pero no me diga que bien. No le creo.

—Estoy limpiando el piso con mis propias lágrimas —resopló ella—. Mejor dime qué pasa contigo. Todo el hotel está zumbando de rumores sobre ti y Amir.

Se me apareció otra vez la imagen de esa pelirroja zorra.

—Solo somos amigos —solté lo primero que se me ocurrió.

—¿Y cómo se hicieron tan amigos?

—Palabra va, palabra viene... cosas en común... —me encogí de hombros y rápidamente cambié de tema—: Larysa Pavlivna, aún le debo dinero por el vestido. Se lo voy a pagar, lo juro.

—¿Cuándo?

—Pues... ya veremos cuándo. Algún día seguro.

—A ver si llego viva a ese gran día.

—Con la energía que tiene, le faltan años para eso.

Puso su mirada severa habitual, pero volvió a sonreír.

—Sé que vas a pagar. Tienes conciencia. Muy escondida, pero la tienes.

—Tengo que irme. En la suite presidencial que acaba de quedar libre, le dejé una pequeña sorpresa. No se la entregue a las mucamas antes de entrar usted misma.

—¿Qué hay? ¿Otra vez alguien dejó un regalito en el baño sin tirar la cadena?

—¡No! Es una sorpresa linda —me reí—. Vaya ahora mismo.

—Bueno, bueno...

Antes de dejar la habitación, pedí flores y bombones para ella. Sí, con el dinero de Amir. Pero ¿a quién le importa ese detalle? No se va a empobrecer por gastar unos cientos en alegrar el día a una buena persona. Igual se gasta mucho más en sus mujeres.

Salí a la calle. En la puerta, Amir miraba el reloj con nerviosismo. Pasé junto a él con aires de importancia y me dirigí directo al auto. Tiré de la manija una vez, dos. Nada.

—¿Tienes algo personal contra mi coche? —dijo Amir mientras quitaba el seguro—. Sube.

Por fin entré. Gracias a Dios, ya no olía ni a chivo ni a especias orientales. Solo se percibía el aroma del cuero de los asientos. Y era tan apetitoso que cerré los ojos y me imaginé mordiendo el respaldo. Lo daría todo por probarlo. Aunque fuera lamerlo...

Amir subió y encendió el motor.

—¿Estás bien? —preguntó, lanzándome una mirada extraña.

Me giré hacia la ventana. No quería hablar con él. No tenía fuerzas para mirarlo a los ojos sinvergüenzas.

Salimos a la ciudad. En completo silencio soportamos los embotellamientos y así mismo, sin decir nada, dejamos atrás los límites de Kiev.

—¿No quieres hablar? —volvió a preguntar Amir.

—¿Hablar de qué?

—No sé. Ayer en el camino no te callabas, y ahora estás muda.

—Ayer se me olvidó que tú... nada.

—No, dilo. Ya empezaste.

—Y bueno. Total, no me puedes despedir dos veces. Así que voy a decir lo que me plazca.

—Exactamente.

—Mi opinión es que un hombre que no puede mantener su bicho dentro del pantalón no merece respeto.

—No entendí muy bien.

—Te lo traduzco para extranjeros: ayer por la mañana me coqueteabas, y por la noche ya andabas montando a la mona pelirroja. Así no se hace.

Él se rió, vaya uno a saber por qué.

—Primero, no te estaba coqueteando. Si lo hubiera hecho, hoy te habrías despertado en mi cama y no en una habitación aparte.

—¿Tres en la cama? No, ¡gracias!

—No me interrumpas. No he terminado. Segundo, esa "mona pelirroja" es mi abogada. Como pasé todo el día contigo y antes estaba en Zozuli, no pudimos vernos antes. Tuvimos que trabajar de noche. Y por cierto, le pagué muy bien por eso.

—Seguro que se ganó cada centavo.

Me giré de nuevo hacia la ventana. Los malditos celos y el deseo de devorar el asiento me estaban volviendo loca. Si esto es normal en el embarazo, deberían aislar a las embarazadas de la sociedad.

—Eva.

—¿Qué?

—No me acosté con esa mujer.

—Me da igual.

—No lo parece —dijo tocándome el codo—. ¿Quieres que te cuente un secreto?

¡Pues claro! Me encantan los secretos. Pero dije:

—No.

—Voy a vender el Incógnito.

Mi vida, una sorpresa tras otra. Como un golpe en la cabeza.

—¿Cómo que lo vendes? —pregunté esperando haber entendido mal.

—Está en pérdidas.

No. No, por favor, no.

—¡No puedes vender el Incógnito! Ahí pasó toda mi juventud.

Pasé de ser una provinciana ambiciosa que trabajaba como camarera mientras buscaba cómo conquistar la capital, a una mucama que, por desesperación, robó un condón usado de su jefe. Nada de lo que enorgullecerse, pero igual: el Incógnito no es solo una página, es un capítulo entero de mi vida.



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En el texto hay: embarazo, jefe y empleada, ceo millonario

Editado: 28.08.2025

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