Los lugares para pasear se acabaron rápido. Casa–escuela–iglesia: una ruta apasionante (no), pero no tanto como para hacerla dos veces. Curiosamente, también en casa nos lo pasábamos bien juntos. El tiempo volaba sin que nos diéramos cuenta. Y no quería aceptar que cada vez quedaba menos.
Una tarde, mamá apareció con una caja de fotos antiguas y nos obligó a ver mil imágenes. Solían celebrarse allí banquetes y mis festivales escolares, en los que evolucioné gradualmente del papel de copo de nieve al de reno de Santa Claus.
—Y esta es Eva, la primera vez que se sentó solita en el orinal...
—Foto importantísima, mamá. ¡Es indispensable enseñársela a todas las visitas!
—¡Por supuesto que es importante! Cuando seas madre, entenderás lo gran acontecimiento que es.
—Yo también tengo algo así —sonrió Amir, tomando la foto—. Eras una niña muy dulce.
—¿Y ahora ya no soy dulce? —pregunté.
—Ahora eres insoportable —contestó mamá en su lugar—. Mira, aquí Eva está sosteniendo a unos gansitos.
—Por el cuello...
—Sí, los estrangulaste, pero ¡qué foto tan bonita! Creo que hay otra igual con un pollito.
—Palabras de una fotógrafa psicópata.
—¡Exacto! —mamá se dio un golpecito en la frente—. ¡Hay que hacerles una foto juntos! De recuerdo.
Miré a Amir con duda.
—No creo que sea buena idea...
—¿Por qué no? —se acercó a mí—. No me molesta, siempre que no me estrangules.
—Haré el intento.
Mamá apuntó la cámara hacia nosotros.
—¡Qué guapos! La pondré de fondo de pantalla —besó la pantalla del móvil, como si fuera un icono religioso—. Con ustedes se está muy a gusto, pero tengo que ocuparme de la cena. Yo me voy, y ustedes recojan todas las fotos. ¡En orden cronológico!
Miré el suelo, cubierto de fotos.
—Aquí hay trabajo para una hora.
—Menos mal que no tienen prisa.
Mamá se fue, y yo empecé a ordenar las fotos, buscando primero las más antiguas. Amir no dejaba de mirar la mía en el orinal.
—¡Deja de mirarme, pervertido barbudo!
—Solo estaba pensando...
—¿En qué?
—Nada.
—¡Dilo!
Suspiró con tristeza.
—Está bien... Todas estas fotos me trajeron recuerdos. Hemos hablado mucho de tus relaciones pasadas, pero nunca de las mías. Por cierto, estuve casado.
—¿Qué? ¿Cuándo? —¡Denme ese pollo, que le voy a arrancar todas las plumas!— Pero... en el hotel no lo sabían.
—Fue antes de abrir el hotel. Tenía solo diecinueve años cuando le propuse matrimonio a una compañera de clase. Estuvimos casados tres años.
—¿Y por qué se separaron?
—Porque en ese tiempo Ayla —mi esposa— no pudo quedarse embarazada, y ella soñaba con tener un hijo. Nos hicimos pruebas. Ella estaba perfectamente, pero yo tenía problemas. La dejé libre para que pudiera formar una familia.
—Espera. Espera. Espera... —me llevé las manos a la cabeza—. Pero yo sí que me quedé embarazada. A la primera.
—¡Y es un milagro! —sus ojos brillaron—. A pesar de mis problemas de salud, a pesar de lo raro que fue el... “método de concepción”... ¿Te imaginas cuánto quiso nacer este bebé? —puso la mano sobre mi vientre—. Ya me había resignado a ser soltero para siempre, y de repente apareces tú y pones mi vida patas arriba.
—Vaya... ¿Entonces ahora estás contento de que vayamos a tener un hijo?
—¡Soy feliz! Aunque todavía no puedo creérmelo.
Choque. Y con razón Yulia decía que nada pasa por casualidad.
—Ahora entiendo por qué no querías que abortara. Y por qué viniste hasta aquí. Y por qué aguantas todo esto...
—Bueno —sonrió—, no es solo por el bebé que desafió el diagnóstico médico.
—¿Por qué más?
—Por ti. Como dicen ustedes... A ver si lo recuerdo... Ah, “algo me hizo clic en el corazón”. Eso es lo que me pasó.
—Te aseguro que a mí también me hizo clic —susurré, sonrojándome.
En la habitación quedó un silencio cargado. Uno de esos momentos en los que cualquier palabra sobra. Apreté todas las fotos en un montón y las metí en la caja de cualquier manera. Luego tomé a Amir de la mano.
—Vamos a dar un paseo.
—¿A dónde? —preguntó cuando lo llevé hacia la estepa, lejos de las casas.
—Quiero mostrarte mi lugar favorito.
Íbamos recogiendo flores silvestres. Entre los pies se cruzaban lagartijas; a veces aparecían madrigueras de ardillas de tierra, y de pronto saltó una liebre delante. Creo que para Amir todo aquello parecía un safari extremo, y estaba encantado.
—Es aquí —dije, señalando una colina con un arce solitario. Mamá decía que ese árbol tenía cien años y poderes mágicos. Claro que adornaba la realidad, pero yo creía en esa historia, y aún creo. En invierno aquí se baja en trineo, y en verano la gente viene de picnic.
Amir corrió hacia el árbol, lo rodeó y pasó la punta de los dedos por las inscripciones que los enamorados habían tallado en el tronco. Alina + Misha. Dima + Katia. Y así decenas. Me pregunté cuántos de ellos habrían resistido la prueba del tiempo y seguían juntos.
—Bastante romántico. ¿Venías aquí con algún novio?
—No, aquí pastaba la vaca. Los novios aparecieron mucho después, ya cuando me fui del pueblo. Era una chica muy decente, Amir. No me besé con nadie hasta los dieciocho.
Y luego me desaté del todo, pero esa parte la historia la omite.
—Entonces soy el primero —sonrió.
—Quería que vieras la puesta de sol. Desde aquí parece increíble.
Amir miró el cielo color frambuesa.
—Sí. Solo más bonito sobre el mar.
—Bueno... sobre el mar nunca lo he visto, así que no puedo comparar.
—¿Cómo? ¿Nunca has estado en el mar?
—¿Y por qué te sorprende tanto?
—Porque es... el mar. ¡Toda persona tiene que ir al mar al menos una vez!
—Algún día, tal vez.
—Cuando vengas a visitarme.
—¿Es una invitación? —me reí.
—Claro.
—Pues entonces iré.
—Trato hecho. Venderé el Incógnito y...