No me acostumbro a las decepciones. Me cuesta recordar una relación de la que no haya tenido que recogerme a pedazos. Pero esta vez los fragmentos eran demasiado filosos, porque sufríamos dos: Amir y yo. La noticia de un hijo ajeno le destrozó el alma. Ni siquiera sé quién de los dos lo pasaba peor. ¿Yo, la que armó todo este lío y lo estropeó por completo? ¿O él, un hombre que creyó en un milagro y acabó desilusionado? Pensó que iba a ser padre, y terminó siendo un iluso engañado.
Tres días después recibí una carta del laboratorio. Resulta que Amir sí había solicitado una segunda revisión del análisis. Todavía albergaba una chispa de esperanza… En vano. Igual que la primera vez, la prueba confirmó que el padre del niño era otro.
—¿De quién eres tú, pequeñín? —pregunté acariciándome el vientre.
Al final resulta que solo mío.
Aunque ya no me esperaban relaciones con Amir, quería al menos justificarme ante sus ojos. Demostrarle que no lo había engañado ni traicionado. Con ese propósito volví a Kiev. Durante todo el viaje me sentí como una gamba hervida. Las piernas estaban tan hinchadas que apenas cabían en los zapatos, el vientre me pesaba y la cabeza me daba vueltas sin parar. Seguramente por las noches sin dormir.
De la estación de autobuses fui directa a Incógnito.
—¡Eva! —exclamó con alegría Larisa Pavlovna al verme en las escaleras—. Qué bueno que estés aquí.
—No traje el dinero.
—¡Ay, no hablo del dinero! —dijo ella con un gesto de la mano.
—¿Y de qué, entonces?
—De nuestro jefe. ¿Tú sabes qué le pasa?
Me puse incómoda.
—¿Está aquí?
—Sí. Hace una semana que no sale de su habitación. No habla con nadie, no deja entrar a nadie. Si alguien intenta preguntarle algo, amenaza con despedirlo. Ya empezamos a pensar que perdió la cabeza…
Un dolor me apretó el corazón. Jamás habría imaginado que él pudiera caer en depresión. Pensaba que, al contrario, estaría desmadrándose, buscando consuelo en los brazos de otras chicas. Eso hacía cuando era consciente de que su barco llamado Incógnito se hundía… Y ahora estaba hecho polvo.
—Necesito hablar con él —me acerqué a la puerta, pero el guardia me bloqueó el paso.
—Solo para huéspedes y personal —dijo con un tono como si yo fuera una vagabunda pidiendo entrar al baño.
—¡Anda ya! —fruncí el ceño—. Me conoces de sobra. Hemos trabajado juntos años.
—Son las normas, Eva.
—¡Es urgente!
El guardia bajó los ojos.
—En realidad… prohibió dejarte pasar.
—¿Qué? ¿Así, tal cual lo dijo?
—Ajá. Enseñó tu foto y advirtió que me echarían en el mismo instante en que cruces el umbral de Incógnito.
Me agarré la cabeza desesperada.
—¡Di que lo amenacé! Que yo… —cogí a Larisa Pavlovna de la mano—. ¡Que tomé una rehén! Por favor, necesito entrar.
—No.
—Igual voy a pasar. Por la puerta trasera, por el restaurante o hasta por el conducto de basura. ¡Entraré cueste lo que cueste! —grité llena de determinación.
—Suerte. También allí hay guardias. Patrullan cada centímetro.
Puse los ojos en blanco.
—Qué honor, oye… ¡Si hasta medidas antiterroristas ha tomado!
—Eva, me tengo que ir al trabajo —susurró Larisa Pavlovna.
—Ajá…
Se marchó, dejándome sola con el guardia. Lo supliqué, le grité, lo amenacé e incluso apelé a su compasión, pero nada sirvió.
—Por cierto… a mí no me conviene alterarme —dije, sintiendo cómo el bajo vientre me empezaba a doler.
Por fin el universo escuchó mis plegarias. Del hotel salía un hombre. Por la cámara al cuello, debía ser turista. Se detuvo junto al guardia para preguntarle cómo llegar a Jreshchátik. Y mientras aquel intentaba juntar cuatro palabras en inglés, yo aproveché el momento y me colé dentro.
—¡¡¡Eva!!! —oí a mis espaldas.
Pero me dio igual. Corrí hacia adelante.
—¡Que te pares, te digo!!! —los pasos pesados se acercaban.
Me quité el bolso y se lo lancé al guardia.
—¡Toma granada! —grité, dejándolo desconcertado.
A las escaleras. Al pasillo. Al otro ala. Corrí hasta darme cuenta de que ya no me alcanzaban. Me apoyé en la pared para recuperar el aliento. El dolor en el vientre era cada vez más fuerte. Tenía la sensación de que me habían echado piedras dentro del útero.