Pensaba que terminar en el hospital con amenaza de aborto era lo peor que podía pasarle a una embarazada. Pero no. Mucho más difícil es tratarse mientras compartes la habitación con una vecina como la mía.
Existen mujeres que se obsesionan con todo lo relacionado con los bebés. Trimestres de embarazo, etapas de desarrollo del niño, relatos de partos, desgarros, puntos, cesáreas y demás. Les parece tan fascinante que, al ver a otra embarazada, ni se les ocurre hablar de algo distinto.
—¿Ya decidiste cómo vas a dar a luz? —preguntó la mujer. Se llamaba Vira. Joven, bastante guapa, pero totalmente chiflada.
—Pues… con útero y vagina. No hay mucha elección.
—¡Qué graciosa eres! —rió, tragándose un puñado de vitaminas—. ¿En qué posición? ¿Con qué médico? ¿Parto acompañado o no?
—Cuántas preguntas…
No cerraba la boca ni un minuto. ¡Si no puedo estresarme, aíslen a esta loca!
—Se puede en agua, sentada en una silla especial, el parto clásico, pero eso ya está pasado de moda y es un fracaso total. Ahora a todas les ofrecen epidural, pero yo estoy en contra. ¡La mujer debe sentir ese dolor! Es especial y, de algún modo, hermoso… ¿Has pensado en invitar a una doula?
—¿A quién? Mira, no estoy muy puesta en ese tema…
—Al primero lo tuve con mi marido. ¡Incluso cortó el cordón umbilical! Debo tener fotos por aquí… —sacó el móvil y empezó a hurgar en la galería.
—Te creo. No necesito pruebas.
—¡Ay, cómo me desgarré aquella vez! Me cosieron por dentro y por fuera. Después no pude sentarme tres semanas —cerró los ojos sonriendo, como si recordara los mejores días de su vida—. Y encima me salió una hemorroide, para rematar. ¿Quieres que te recomiende unas buenas velas? Te harán falta.
Y así llevaba ya dos días. Me daban ganas de huir por la ventana.
—Yo mejor… —me levanté de la cama y fui hacia la puerta—. Voy a comprarme un café.
—¿¡Tomas café!? —exclamó con el mismo tono que si me hubiera visto prepararme una raya de heroína—. ¡Eso es tan dañino!
—Dije cacao. Voy a beber cacao.
—Ah… ¡No me asustes así!
Salí al pasillo y solté un suspiro de alivio. Si no contaba el agotamiento de esas clases forzadas de “bebología”, me sentía bastante bien. Estaba dispuesta a largarme del hospital. Así, tal cual, en mi pijama de corazones que me había traído Yulia.
—¡Eva! —escuché la voz de Amir. Me giré y lo vi con dos bolsas en las manos.
Se acercó y me besó en la mejilla.
—¿Cómo estás? —me miró de arriba abajo.
—Si no me dan el alta en las próximas veinticuatro horas, corro el riesgo de que me trasladen al psiquiátrico.
—¿Qué pasó?
—Mi vecina me saca de quicio. Estoy harta de sus historias sobre vómitos, lactancia y rozaduras. Es como una testigo de Jehová: ellos preguntan “¿no quieres hablar de Dios?”, y ella “¿no quieres hablar de niños?”. ¡Y aunque no quieras, ella habla igual! Por favor, ¡sácame de aquí!
—Tu médico dijo que tienes que quedarte bajo observación al menos tres días, mejor cinco.
—¡Demasiado!
—No discutas —me tomó de la mano y me llevó de regreso a la habitación—. Te traje un montón de cosas ricas. Te lo comes todo y después te pueden dar el alta.
—No entres ahí… —gemí cuando abrió la puerta—. No hace falta…
Pero Amir resultó ser demasiado ingenuo.
—¡Buenas tardes! —saludó a Vira.
—Buenas… —lo recorrió con la mirada—. Le recuerdo. Usted es el marido de Eva.
—Yo aún no… —se sonrojó.
—Solo asiente —le susurré.
Me obedeció y así me salvó de otra oleada de preguntas.
Fuimos hasta mi cama. Me acomodé con las piernas encima y me asomé curiosa a la primera bolsa.
—Lo preparó nuestro chef. Todavía está caliente. Primero el caldo —Amir sacó una cuchara con el logo del restaurante—. Lo demás lo puedes dejar para luego, si tienes dónde calentar.
Además del caldo encontré gratén, carne asada, salmón en salsa de nata, lasaña y verduras a la parrilla.
—En la otra bolsa hay postres y frutas. No sabía qué tartas te gustan, así que pedí que empacaran todas las de la carta.
—Pediste —lo corregí, mientras devoraba el almuerzo.
—¿Y qué más da?
—Te lo digo como ex trabajadora de esa cocina… Cuando pides y no ordenas, tienes muchas más probabilidades de que la comida no lleve un escupitajo del camarero.
—¿¡Tú escupías en la comida de los clientes!? —se indignó Amir.
—No, claro que no —lo tranquilicé—. A los clientes no.
—Menos mal…
—Pero tú no eres cliente.
Me fulminó con la mirada.
—¡Es broma! —lo rodeé con los brazos por el cuello—. Gracias. Te cuidas de mí como una mamá. Hasta me vinieron a la mente los tiempos en que yo era estudiante y ella me mandaba al dormitorio bolsas enteras de comida. Eso sí que era felicidad...
—Por cierto, ¿cómo está ella?
—En éxtasis con el balneario. Dice que se siente como en las Maldivas. Los rehabilitadores dan buenos pronósticos, así que todo genial. Gracias a ti.
—Me alegra oírlo.
Me dieron unas ganas tremendas de besarlo. Solo me contuve porque nuestra relación seguía en el aire.
Y entonces Vira volvió a hablar.
—Disculpen, ¿cómo se llama usted? —preguntó a Amir.
—Antón.
—Mucho gusto. Dígame, Antón, ¿qué opina de los partos acompañados? ¿Está dispuesto a ayudar a su pequeñín a nacer?
—Claro. Puedo ponerme entre las piernas de Eva y llamar al niño para que salga.
Casi me atraganté de la risa.
—Es que no todos los hombres aceptan. Ya saben, es un proceso tan íntimo… pueden pasar cosas.
—¿Como qué?
¿Por qué tuvo que preguntar?
—Pues, por ejemplo, a la parturienta le puede dar por defecar sin control.
—¡Gracias, Vira! —exclamé—. Justo estoy comiendo.
—¿Y qué? ¡Es algo natural! A mí también me pasó. Ni siquiera borramos ese momento del vídeo.
—¿También lo grabaron?
—¡Por supuesto! Es el mejor instante de la vida de cualquier mujer. Hay que filmarlo sí o sí.