El olor a sangre inundaba sus fosas nasales. Podía oír el sonido del acero chocando, los gritos de dolor y desesperación. En medio del campo de batalla el tiempo se detuvo. Sentía la muerte arrebatando las almas de cada guerrero sin poder hacer nada. Vio caer a sus amigos de uno en uno, atravesados por las espadas de aquellos monstruos que se autoproclamaban salvadores. También la vio a ella, luchando cual fiera salvaje por proteger a aquel que ya no tenía vida. La vio atacar sin freno hasta que sus fuerzas menguaron. Y la vio morir.
Un inmenso dolor desgarró su pecho y maldijo al destino que los llevó a aquel momento, a ese lugar. En un breve instante lo había perdido todo. Un acto egoísta de seres temerosos lo había despojado de toda felicidad, pero ya no importaba. El dolor que lo consumía era más que solo tristeza y desolación. Era su propia muerte ayudada por la espada de su enemigo. Miró a la bestia a los ojos y la odió, y se odió a si mismo por no haberlo impedido.
La vida lo abandonaba mientras caía al suelo empujado por su verdugo. Con su último aliento llevó sus ojos al cielo, a una luna que comenzaba a ser desplazada por el alba, e imploró justicia. A tiempo de recibir una ansiada promesa, cerró los ojos y se desvaneció en la oscura niebla del sueño eterno.
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El despertador sonó a las 7 Am, anunciando el comienzo de una rutina que Brian conocía a la perfección. Muchas veces había deseado abandonarlo todo, pero no era de los que escapaban de sus responsabilidades. Aunque lo agobiara, no quería fallarles a las personas que lo rodeaban.
Se levantó con dificultad, sintiendo que la cama lo arrastraba de regreso. Pesé al cansancio, sabía que no volvería a dormir. Ese sueño llevaba atormentándolo toda la semana y aun no conseguía hallarle explicación. Lo que menos quería era revivirlo.
Tras prepararse y beber un café cargado, tomó sus llaves y se marchó. A las 8 en punto, como cada día, abrió la puerta del negocio familiar y comenzó a sacar los carteles. Su padre, mientras tanto, acomodaba los cajones de verdura en los estantes sin reparar en su presencia.
— Hola ¿No? –dijo Brian cuando acabó su tarea.
— Ah, hola Brian. No te escuché llegar –respondió su padre, quitándose los auriculares del oído.
— ¿Por qué no me avisaste que venias a descargar? Pude haberte ayudado.
— No quería molestarte. Anoche estabas muy cansado así que preferí dejarte dormir. Además, estoy viejo pero no inútil. Puedo mover un par de cajones.
El joven negó con la cabeza antes de contestar:
— Media hora más de sueño no hace la diferencia.
— Si la hace. Estoy media hora más tranquilo –el hombre levantó la mirada y esbozó una breve sonrisa que se esfumó al ver las ojeras de su hijo–. ¿La misma pesadilla?
— Como cada noche.
La llegada de su leal cliente de todas las mañanas impidió que la conversación continuara, pero no era necesaria. Ambos conocían bien ese sueño. Brian lo revivía cada vez que dormía y su padre lo oía cada mañana mientras abrían la verdulería.
Lo que nunca había contado era que conocía a las otras personas. No lograba recordar de dónde, pero algo en ellos resultaba extrañamente familiar, lo que hacía el sueño aún más aterrador. Sin importar cuanto lo intentara, todas las preguntas que le generaba aquella visión carecían de respuestas.
«Es una metáfora. — Le había dicho Kiara, su hermana, el primer día— Estás a punto de cumplir veintiún años y seguís viviendo en esta casa. No tenés más vida que la verdulería. Ese sueño representa tu muerte social». Aunque odiaba admitirlo, consideró que tal vez tuviera razón. Necesitaba un cambio, pero no podía permitírselo. O no se atrevía.
El resto de la mañana la pasó analizando, como tantas otras veces, los pros y los contras de abandonar su vida y empezar desde cero. Soñar era su único escape. Las fantasías que cruzaban por su cabeza estaban lejos de hacerse realidad, pero al menos lo relajaban.
A la hora de cerrar, su padre lo envió a casa con la orden de descansar y recuperar horas de sueño. Aunque Brian odiaba las siestas apenas podía mantenerse despierto, así que aceptó a regañadientes y se marchó. Una vez en su habitación cerró las ventanas, bajó las cortinas, apagó la luz y se recostó inmerso en una absoluta oscuridad.
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El sueño comenzó una vez más. El olor, los sonidos, el sufrimiento, todo parecía real y se repetía con todo detalle como cada noche, excepto que esta vez oyó una voz. Antes de su muerte, cuando aún observaba suplicante a la lejana luna, una silueta se inclinó junto a él. Un ligero susurro brotaba de los labios de aquella misteriosa figura, pero no podía entenderlo. Se repitió una y otra vez, ganando intensidad en cada ocasión hasta que oyó con toda claridad lo que decía. Solo un nombre: Anghell.
Editado: 25.07.2018