El sonido del motor de una camioneta hacía eco entre las colinas que bordeaban la carretera. Las llantas levantaban un polvo seco, fino. Pedro y Pablo debían llevar los cristales subidos para evitar la molestia de las partículas en su nariz y ojos. Dejaron atrás la ciudad, y con ella a una gran torre de metal con una cisterna en lo alto. Antes de irse del lugar se vieron obligados a recuperar toda el agua que pudieron de esa cisterna, aún llevaban un par de garrafones en la parte de carga de la camioneta.
También llevaban un montón de cajas con latas y bolsas de comida conservada con métodos distintos. Tenían carne en escabeche, ahumada, salada, mermeladas de muchas frutas, chiles en vinagre y secos, un montón de verduras con conservadores artificiales y muchas cosas más.
No había manera humana de que dos personas lograran terminar toda esa comida antes de que se pudriera. Sin embargo, tenían la esperanza de encontrar a otros supervivientes en el camino. Dejaron muchas provisiones en la casa de Pedro, aún así cargaban con lo suficiente para ofrecer un gran banquete a los primeros sobrevivientes que tuvieran la dicha de encontrar.
En cambio, para protegerse solo usaban un cuchillo y un hacha cada uno. También cargaban dos armas largas, una baby eagle y una magnum revólver que portaba Pedro en la cintura. En una esquina de la camioneta llevaban varios cargadores, pero no tenían ganas de usarlos. El ruido podía atraerlos y si la cosa se ponía realmente fea, no importaría cuanto parque tuvieran a mano. Lo mejor que podían hacer era escapar, pero en una situación desesperada, muy específica, con solo uno o dos de esos monstruos, el hacha era la opción más acertada. Un arma de fuego solo empeoraría todo y el cuchillo no les haría daño alguno.
Era por eso que estaban usando una carretera que atravesaba la región montañosa, que incluso en tiempos mejores había sido solitaria y sin rastro de humanos en kilómetros a la redonda. Mejor la soledad de la desolación, que el peligro latente de las urbes humanas. Hasta ahora les había funcionado.
Entonces, después de casi un día de camino, subieron por la ladera de una colina que ocultaba el horizonte de su vista. Del otro lado los esperaba un bosque frondoso. Líneas y líneas de árboles de madera gris y hojas de un verde muy obscuro. La sombra que proyectaban no permitía penetrar en su dominio. La carretera seguía adentrándose en la negrura, parecía una puerta a un mundo perdido, peligroso.
Tanto Pedro como Pablo lo sintieron, como una superstición, un algo que salía de la obscuridad. Una intuición desesperada que hacía bombear muy rápido a sus corazones. Pedro soltó el acelerador, la camioneta bajó la velocidad poco a poco hasta que casi se detuvo. Las llantas molían las piedras sueltas de la carretera, las escucharon mucho antes de darse cuenta de que el motor ya no rugía.
El viento agitaba las hojas verdes, propagando por el lindero una especie de vibración, como el cascabel de una serpiente. Ninguno de los dos se atrevía a hablar, estaban avergonzados de que un simple bosque los dejara en ese estado, era simplemente ilógico después de todo lo que había ocurrido en el mundo. Aún así, aunque Pedro pensaba que debía seguir adelante, su pie no lo obedecía, su mano no giraba la llave para encender la marcha.
Entonces, de entre la negrura, como si naciera de ella, salió un lobo. Andaba lentamente, una pata detrás de la otra, hasta que la luz del sol le dio en la cabeza. Su pelaje era negro, tan negro como el bosque del que había salido y sus ojos brillaban dorados, como si reflejasen los rayos solares. Se quedó ahí parado, mirando en su dirección, como un Cerbero que cuida su puerta.
Sin estar plenamente consciente, Pedro metió el clutch, movió la palanca hasta la reversa y pisó el acelerador. La camioneta se resistió, el motor vibró, soltó una explosión y luego, traqueteando, los hizo retroceder. Ninguno de los dos dijo nada mientras la camioneta seguía de vuelta el camino que ya habían recorrido antes. Ninguno de los dos dijo nada cuando llegaron a la encrucijada dónde la carretera se dividía.
Un letrero verde en el medio de la bifurcación señalaba el camino por el que se llegaba al bosque. Decía: “Vía libre”, el otro era de cuota. Nadie iba a cobrarles, pero no habían preferido la “vía libre” por esa razón. Pedro detuvo el vehículo por un momento pero no había mucho que pensar; siguió la vía de cuota.
Aún tuvieron que avanzar durante unas horas para llegar a la caseta de cobro. Les faltaba menos de un kilómetro pero a la fila de autos abandonados también. No podían seguir avanzando sobre la carretera y no iban a dejar la camioneta. Prefirieron retroceder hasta un punto donde las vallas de seguridad les dejasen paso. Saltaron los carriles y fueron campo a través. La tierra estaba suelta y llena de baches pero era transitable.
Recorrieron ese camino durante varias horas hasta que llegó el anochecer. La única luz que tenían para alumbrarse era la de los faros de la camioneta, así que tuvieron que parar. Se quedaron dentro, con el foco de la cabina iluminando su pobre cena. Unas cuantas tiras de carne seca que ellos mismos habían preparado. Bebieron latas de refresco para no tener que salir a por agua. Lo hicieron en silencio, aún recordaban aquél lobo negro preguntándose si los animales podían transformarse en... esas cosas.
Recordaban también a la multitud que los había perseguido por kilómetros después de salir de la ciudad. No parecían muertos, la verdad es que ellos dos, Pedro y Pablo, parecían más muertos que esas cosas. Pablo le dio una mirada al hombre que lo había salvado. Masticaba la carne con la vista al frente, perdida en la obscuridad. Su cabello, a medias blanco y a medias negro, parecía gris y opaco. Debajo de los ojos tenía ojeras negras. La barba le había crecido, igual que el cabello, enmarañada y gris. Si miraba por el espejo retrovisor, seguramente vería el mismo cansancio en la cara que le reflejase.