Virginia
Cuando Bárbara me planteó la broma, parecía una locura que no quise aceptar. Luego, me fui contagiando de su entusiasmo. Me metí tanto en el papel que tuve que estudiar el supuesto caso, en el cual Elliot gastó miles y miles de dólares para que pareciera real y procediera como un caso válido. Las locuras de mi hermana y cuñado no tienen límite, pero admito que me dejé llevar por querer verle la cara a mi marido. Sin embargo, ya me arrepentí. No esperaba que gritara en medio de esto.
—Soy la abogada defensora, su señoría —le respondo con una falsa sonrisa relajada—. En verdad, me estoy muriendo de miedo. A este hombre se le acusa injustamente.
«Tiene que calmarse», pienso asustada. Los miembros del jurado, que siempre lo supieron todo, se quedan quietos, conteniendo la risa.
Magnus parece recuperar la compostura y se sienta, aunque su mirada se vuelve terrorífica. ¿Qué hará? ¿Me dejará litigar?
Yo también me siento tratando de interpretar a la perfección mi papel. Al verme voltear hacia el hombre al que supuestamente voy a defender, Magnus llama la atención con un fuerte golpe de martillo. Este vuela y termina golpeando la pared.
—Esto no puede seguir.
—Ay, no —murmuro, presa del pánico.
Mi iracundo esposo se levanta del estrado y viene hacia mí.
—Su señoría, cálmese —dice alguien del jurado, pero él lo ignora.
—Magnus, tranquilo —le pido.
Él niega con la cabeza y me toma con fuerza del brazo, aunque sin lastimarme.
—Voy a meterte presa —farfulla—. Arresto domiciliario para siempre.
Sin más, me arrastra hacia la salida, sin importarle que su reputación quede por los suelos.
—Mi amor, era solo una broma que Elliot, Bárbara y yo organizamos —le digo cuando me encierra en su despacho.
—Los vi, y no me importa que sea una broma; esto pudo matarme.
Magnus me sube a su escritorio y se inclina para morderme el cuello mientras me jala del cabello. No me lastima; esto se siente delicioso.
—No lo siento, tu cara fue épica —bromeo, jadeando.
—¿Sí? Más épico es el castigo que te espera por hacerme salir de un juicio —dice con tono irónico—. Me darás otro hijo. No podemos romper la tradición.
—¿Qué? Pero ya tenemos suficientes.
Magnus se quita la túnica y se baja los pantalones. Me hará cosas impensables.
—Okey, todos los que quieras.
—¿Quieres eso? —dice, tomándome del rostro—. ¿Quieres ejercer?
—Bueno, podría, ¿no? —bromeo.
Su rostro se enrojece más por la angustia.
—No, no lo harás. O sí, lo harás, pero solo en casa.
—Creo que ese puesto ya lo tengo más que asegurado —me río—. Soy la abogada defensora de nuestros hijos.
Él sonríe y me besa. La idea le encanta.
—Solo quiero ejercer como tu esposa.
Con estas palabras, mi esposo suelta un sonoro jadeo y me vuelve suya como nunca antes.