Falsa dulzura

[02] Celine

La palma de mi mano golpeó el escritorio con la fuerza suficiente para sobresaltar a la asistente del director. Sus gafas se deslizaron hasta la punta de su nariz y sus hermosos rizos blanquecinos parecieron esponjarse un poco más. Amanda era una mujer alcanzando la mediana edad, encantadora y bastante temerosa aunque ya tuviera unos largos dieciséis años siendo la mano derecha del director, hombre que acariciaba su bigote mientras me observaba sin mostrar algún deje de culpabilidad.

Clausurado: palabra que mi amiga había encontrado pegado en la puerta de nuestro club, una cinta en amarillo con letras negras que ella no había dudado en arrancar para que lo trajera aquí; frente al director, con la errónea idea de pedir explicación.

Ajá, era una idea, de ahí a dejarla fluir era otra cuestión. Los pongo en situación: ese maldito bigote mezclado con unas gotas de mirada imponente, y unas pinceladas de autoridad para mayor intensidad, teníamos como resultado un negro; el color que yo asociaba al miedo, porque era el tono que tenía miedo de ser blanco o negro y se conformaba con el intermedio.

—Buenos días, Celine —moduló Amanda, con su voz te hacía pensar que estaba cansada todo el tiempo, aunque jamás faltaba ese toque familiar como si fueras su segunda nieta—. Con su permiso, debo solucionar algunos problemillas en la biblioteca.

Merde.

Con un beso en la mejilla la despedí, recibiendo un susurro de aliento que para nuestra suerte él no llegó a escuchar. Explico, no es que él sea malo o cosa parecida, solo que ambas habíamos visto las bolsas violetas debajo de sus ojos, un mal signo para tener una conversación civilizada o sin terminar llamando a mi madre para que me hiciera el aguante sentimental.

Olvidando la valentía anterior, la que me llevó a hacer la estupidez de dejar el Clausurado con fuerza contra el escritorio, corrí la silla hacia atrás y me deje caer con cuidado de no arrugar la falda.

—¿Ese cartel no fue el que deje en la puerta del almacén?

No te encojas, no te encojas... Ya te encogiste.

—¡Sí, pero…! —Desvié la mirada hacia el florero que decoraba la pequeña estantería, el florero que había decorado con mi otro padre por su cumpleaños—. Me habías prometido que nos darías tiempo, lo prometiste.

—Ya pasó un mes desde eso, lucecita, y sabes que los clubes tienen que hacer algo productivo por la escuela; ahora mismo podías darle oportunidad de guardar la mugre en el almacén como debe de ser.

—¡Nosotros somos útiles! —alcé la voz, mirándolo por primera vez. No me había llamado por mi nombre y apellido así que aun estábamos en aguas tranquilas—. Sé que solo somos tres integrantes, también sé que deberíamos ser al menos cinco para funcionar, otra cosa que tengo presente es que no somos tan activos como los clubes de atletismo o teatro, ¡pero nosotros nos dedicamos a ayudar a los estudiantes! ¡Muchos alumnos se acercan a nosotros en busca de una voz que los escuche! —Mentira—. ¡Hasta tenemos lista de espera! —Mentira, mentira, mentira—. Tenemos la agenda llena todo el tiempo, todos dependen de nosotros.

Okay, había soltado tres mentiras en menos de un minuto, record. Me sabía amargo en la boca todas aquellas palabras, era como si tuviera lava quemando mi garganta mientras intentaba no flaquear tras los ojos astutos de mi padre. No me agradaba mentir, mucho menos a mis padres, pero momentos de desesperación acarrean medidas desesperadas.

Unas mentirillas para una buena causa, aunque ese pensamiento no me quitara el peso sobre mi pecho.

—Suponiendo que todo lo que me dijiste es verdad, ¿por qué motivo, razón o circunstancia, no integran a más personas? —Merde—. Si están tan solicitados, también deberían de tener más jóvenes que quisieran unirse, ¿me equivoco?

Ahora tomaba sentido la frase que las mentiras tienen narices cortas… o algo así.

Los nervios comenzaron a burbujear en mi estómago como maíz en un microondas, mi sistema nervioso se disparó hacia un punto en particular de mi cuerpo haciéndolo temblar, obligándome a hundir mis manos bajo los muslos evitando cualquier inicio de mentira. Pero entonces mis ojos captaron sus movimientos como si el tiempo se hubiera ralentizado; alejó su portátil hacia un lado para entrelazar los dedos enfrente de mis ojos, bajando los brazos para que sus codos, cubiertos por una camisa de lunares bordo, se apoyaran sobre la rustica superficie del escritorio. Su mirada se clavó en la mía como dagas incendiadas en sus puntas y con veneno incluido, quemando a fuego lento las mentiras que había soltado contra la autoridad mayor de una joven de diecisiete años que vivía bajo el techo de tus padres.

La mirada de un Leblanc, más puntualmente de Adrien Leblanc.

Y lo que le siguió fue mi vomito verbal que se derramó como cascada, exponiendo mi acento francés delatante de mi nacionalidad. A continuación llegaron las palabras en mi idioma natal, terminando por sentenciar la guillotina en mi cuello dividiendo mi cuerpo en dos. Mis ojos comenzaron a picar, y tuve que hacer acoplo de mi fuerza de voluntad para no soltar muchas lágrimas.




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