Falsa dulzura

[03] Max: Parte I

Me refregué la cara con las manos, el sonido de mi teléfono comenzaba a crisparme los nervios. Una parte de mi quería responder la sesta llamada de Tess, aun a sabiendas que venía con una reprimenda por ignorarla tanto tiempo y no haber ido a su sesión de fotos —no sería la primera vez que faltara—, pero mi subconsciencia me gritaba que no lo hiciera; y era la parte que más razón tenía, porque apenas escuchara su voz mi mal humor se triplicaría rozando el límite, situación que sería peligroso para cualquier ser humano. De algo estaba seguro: todo iba a desencadenar en una discusión que no me apetecía tener, así que por unos días que no supiera de mí no la mataría.

Tampoco era su media naranja para tanto escándalo.

—La aburrida novia de Max se encontraba desesperada por llamar la atención de su amado, cosa que él no le permitía por motivos que Marcel desconocía. ¿Qué podría estar pasando? ¿Habrá una infidelidad de por medio? ¿Será que al fin decidió terminar la relación con la copia barata de Selena Gomez? Esa y más preguntas rondaban por la cabeza de su hermano.

Bloqueé mi móvil antes de guardarlo en el bolsillo delantero de mi sudadera, una de las tantas que mi hermana alguna vez confiscó en su propósito por inculcarme ‘’la buena moda’’.

—Estas mejorando —dije, a lo que él responde con una reverencia—. Y antes que sigas: no tengo ganas de hablar con ella, punto.

Eso no parece satisfacerlo.

—¿Ella sabe sobre nuestra mudanza? —inquirió, señalado las maletas que descansaban a un lado de nosotros. Encogí un hombro.

Su ceño se acentuó, claro está que no entendía que era mejor que ella no supiera si quería mantener mi cabeza a salvo o al menos mis tímpanos. Sabía que tenía un par de palabras en la punta de la lengua, pero en ese mismo instante una voz ajena a la nuestra se alzó entre los dos.

—Estoy buscando a un chico alto y bien guapo, y a un chino ¿los han visto?

Ambos elevamos la mirada. A unos centímetro, con unos cuantos kilos de puro amor y arrugas de sabiduría, se encontraba una de las mujeres que tanto amaba. Portaba un gran sobrero como si fuera la reina de Inglaterra, una cartera que rosaba sus zapatillas amarillas que resaltaban por sobre su vestido negro; ahí estaba nuestra abuela.

Dando un salto mientras sonreía de oreja a oreja, Marcel dio grandes zancadas para ir en busca de un gran abrazó que jamás llegó. La mujer se hizo a un lado esquivándolo, antes de decir un par de palabras que deshizo la sonrisa de mi hermano por un micro segundo.

—Dime señorita Stile, jovencito. —Sacudió su mano con desdén antes de fijar sus ojos negros, iguales a los mío, sobre mí—. ¡El pequeño de la abuela! ¿No piensas saludarme luego de hacerme sufrir por haber estado lejos estos nueve años?

No me faltó girarme para saber que lo había herido, y se hizo un clic en mi cabeza. Me subí la capucha antes de colocarme los cascos encima, agarré mi bolso deportivo que jamás abandonaba y la maleta para poder caminar hacia la anciana, que batía sus pestañas mientras que estiraba los brazos para un gran abrazo.

Me hice a un lado, ignorando como sus arrugas se acentuaron, tal cual ella lo había hecho. Apoyé mi mano en su hombro antes de soltar en voz baja:

—Háblame cuanto te comportes como una mujer de ochenta años, y no como una de catorce.

Para mi buen juicio las palabras no titubearon, a pesar de lo mal que me sabía en la boca hablarle de esa manera a unas de las mujeres que más amaba en la vida. Pero no pensaba aceptar su comportamiento tan infantil; sabía las razones de la frialdad hacia mi hermano, y seguramente también a mi hermana, pero ellos no tenían culpa de nada de lo que había pasado y si mi madre al igual que yo habíamos terminado aceptándolos como parte de nuestra familia, ¿tanto le costa hacer lo mismo? Habían tres cosas que odiaba sobre toda las cosas, y entre ellas estaba las personas que querían herirlos de forma consiente.

«Vaya, que cursi»

Rodé los ojos.

Ignoré su mal educado y seguí caminando hasta el estacionamiento, donde solo tuve que buscar una camioneta de una cabina algo destruida y mal estacionada para saber en qué lugar meterme.

—No me dijo tu madre que te habías convertido en alguien repugnante.

Lancé mis cosas a la parte trasera antes de acomodarme en el asiento del copiloto, colocándome en medio de ambos para evitar que la batalla dé inicio, cosa que mi cabeza no tenía ganas de experimentar. Me incliné hacia atrás, escuchando como mis huesos crujían en mi cuello adolorido, estar ocho horas en un avión no debería de ser permitido o al menos sin masaje incluido.

—¿Cómo estuvo el viaje? —No respondí.

—¡Genial! —dijo Marcel, hablando por los dos. Aunque para mi tendía más al adjetivo horrible.

Intuía que pronto acabaría haciendo las típicas preguntas de alguien que no ves hace años; ‘’¿cómo has estado? ¿Has crecido? ¡Pero qué grande te ves! Hasta te ha salido barba’’.




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