Falsa dulzura

[05] Max: Parte I

Si debía calificar mi vida amorosa con una palabra sería: patética. O lamentable, supongo.

No tan lamentable como mi vida social, pero le jugaba carrera.

No hacia ni una semana de que me había mudado hacia otro continente y Tess ya había terminado nuestra extraña relación. Y la graciosa me envió un emoji de tijeras por chat —así de poco valía nuestro noviazgo—, obligándome a pedirle ayuda a una no muy amable Mary-Lou, con quién no estábamos teniendo una buena relación esos días. Luego de eso mi novia… digo exnovia —no me gustaba como sonaba— se protegió de mi única pregunta bloqueando mi contacto y apagando su teléfono. Idiota.

Oficialmente solo podía contar con mi entrenador, la única persona que me había quedado de Miami, además de mi hermano; él era el único que se tomaba un tiempo para llamarme y entregarme avances sobre la competencia que aún seguía en pie. Lo único en lo que no era un fracaso con patas.

Tal vez había terminado todo con la chica que había tenido todas mi primeras veces, pero no me sentía mal, nada dentro de mí se desgarró como si hubieran agarrado mi corazón con dos manos jalando hasta que esta sangró dentro de mi pecho, gotas de ácido… o el dolor de ser golpeado en las costillas una y otra vez, una y otra vez, sin llegar a detenerse por el crujido de los huesos al partirse como una galleta de chocolate. Odiaba el chocolate.

Y no, definitivamente no sentía nada de eso.

—Marcel necesita un poco de condimento, ¿Max se lo puede pas…?

—¡Porque no te metes el condimento por el…! —Marcel se echó hacía atrás de golpe, provocando su caída al suelo. Las dos mujeres de la mesa lo quedaron mirando mientras Mary-Lou le secaba una fotografía. Unas cuantas.

Así es, me encontraba en mi mejor momento. Maravilloso.

Suspiré.

¿Carne otra vez? Pensé mientras la apuñalaba… digo, lo cortaba con mi cuchillo algo torcido y oxidado. Supe al instante, cuando se me atoró el cubierto dentro de la carne, que mi madre había metido sus manos en la cena. No era tan difícil asar un poco de pavo, lo podía hacer hasta con los ojos cerrados, pero para Bianca parecía ser una hazaña de admirar. Al menos había salido de su habitación, se había arreglado y no parecía estar tan mal como cuando llegamos, o como la había descripto mi hermana.

Tenía hambre, y con estomago vacío todo podía llegar a saber delicioso. Fue así como limpie mi plato antes que pudiera decir ‘’me encuentro feliz como una lombriz’’. Sin hacer ruido me incorporé llevando el plato a la cocina junto a los trastos sucios, ignorando las miradas que se me clavaban en la nuca, molestas e irritantes. Nada iba a arruinar mi felicidad, menos por aquellos individuos que no me dejaban solo desde que me habían dicho el significado de aquel emoji, como si tuviera un cartel de neon en la cabeza donde decía posible suicida. Mary-Lou seguía golpeando a Marcel por decirlo a toda la familia. Como en aquel preciso momento, cuando le lancé una mirada nada agradable a mi madre en su intento de ‘’contenerme’’.

—¡¿Es qué no sabes guardar un secreto, tarado?! —chilló mi hermana, ignorando el hecho de que estaba cruzando enfrente de ellos.

Zas, otro manotazo a su nuca como si el pobre ya no estuviera perdiendo sus sentidos.

—Si ya saben cómo es Marcel, ¿para qué lo tientan? —Saltó lejos de la mesa anticipándose al movimiento de la chillona.

—¡Mary, no lo vuelvas más bobo de lo que ya es!

—Mary-Lou, es Mary-Lou ¿quieres que te lo escriba, doña?

Bianca abrió tanto los ojos que pensé que en cualquier momento se saldrían de sus orificios.

—Mary, Lou, Mary-Lou; es todo lo mismo —contraatacó mi abuela. En segundos añadió—: Y que te quede claro: viejos son los trapos, jovencita malcriada. Para ti soy señorita Style. —Se giró hacia mi madre, quien comía tranquilamente a su lado—. Más le conviene a tu hija que no vuelva a llamarme por doña o no respondo de mí, créeme que tengo un buen derechazo.

—¡Mamá!

—El único abuelo que tengo —siseó Mary-Lou—: se ha ido para siempre.

Silencio. Un pesado silencio se instaló en la sala, ni siquiera el sonido de los cubiertos se escuchaba.

—Este… ¿alguien de la familia quiere condimento?

Mary-Lou dejo las cosas sobre la mesa y con pasos firmes desapareció en el segundo piso. Nadie la detuvo, al igual que a mí. No dudé en adentrarme a mi habitación aprovechando ese tiempo que tenía para mí solo, ya que también había tenido que enfrentar el convivir con Marcel en la misma habitación. Como si ya no tuviéramos todos los días juntos.

Y fue tocar la soledad para que aquella sonrisa desapareciera, y mi propia convicción también. Era como si hubiera atravesado la puerta que me separaba de toda aquella magia que me había camuflado el desastre, desapareciendo la belleza con un pestañeo. Aquel traje, del cual me había infundado para proteger ese granito de orgullo que tenía estancado en medio del pecho, se había desintegrado junto a mi sonrisa de papel.




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