Falsa dulzura

[05] Max: Parte II

Clavé mi mirada en sus ojos, percibiendo como se abrían un poco más de lo usual. Me incliné tan solo un poco, logrando sentir su exhalación sobre mis labios antes de que se alejara con disimulo, removiéndose en su asiento improvisado.

Tosí, ocultando mi sonrisa.

Como si no tuviera ya suficiente con Marcel metiendo su hocico entre mis cosas, ahora tenía a una chica que parecía estar dispuesta a establecer algo entre nosotros, y para eso fingir que le interesaba mi vida o el dolor que sentía al estar en ella era solo parte del proceso. De verdad no me conocía, a pesar de que había sido mi única amiga en este pueblo años atrás. Cuando nos mirábamos lo hacíamos como dos desconocidos que van caminando por la calle y de casualidad sus ojos chocan entre sí, un segundo que no vuelve a ser recordado en toda la vida. No podía esperar menos, a fin de cuentas las amistades eran como una hoja de otoño, balanceándose hasta que queda estática en el suelo, sola; aunque a veces podía pasar un huracán que desprendiera todas las hojas, y también se balancean hacia el suelo, pero no sin antes dejar un desastre atrás.

En esa etapa de mi vida no me apetecía establecer nuevas amistades, porque mientras más personas entraban a tu vida, más posibilidades de un huracán existían; y no tenía ánimos de ordenar posibles desastres.

Alguien le había dado cuerda a Celine para que su palabrería insistente no se detuviera, me hacía irme de un lado a otro por el cambio constante de temas. Tuve que despabilarme bruscamente para poder seguirle el hilo, sin perderme en ninguna de sus preguntas, hasta el punto que su voz ya no se me transformaba en algo irritante; era como si con cada palabra su voz se me convirtiera más dulce, con más armonía y delicadeza que llegaba a enredarte en su telaraña sin querer. Me hacía retroceder diez años atrás, cuando dio su primer debut de canto frente a un gran público de peluches y a un niño regordete que abrazando a un peluche de felpa se acomodaba expectante a lo que la niña cantaría; pero cuando abrió la boca los vidrios de su habitación parecieron vibrar, como si en poco tiempo se quebrarían del sufrimiento, al igual que sus oídos; pero el niño había aguantado, intentando disimular la mueca en sus labios. Y antes de terminar la canción ya había sido atrapado por la sonrisa ilusionada de la niña, tan genuina y fresca que nada más importó.

Ese era uno de los pocos recuerdos que vivían conmigo, porque aparentemente en los de ella no estaban, o disimulaba muy bien de que no me recordaba.

—¡Silencio! —terminó por sisear mi abuela, desde la otra punta donde se encontraba apoyada sobre su escritorio. Celine se apoyó en mi hombros, escondiéndose de la mirada severa de una mujer de unos setenta y seis años.

—¡Perdón! —Eso solo enfureció un poco más a la bestia, pero con un movimiento de mano por mi parte hice que, con una última mirada, siguiera con su trabajo.

Cerré los ojos, inclinando la cabeza hacia atrás, cuando sentí algo apoyarse en mi pierna.

Contuve la respiración.

—No hay mal que el azúcar no quite. —Abrí la boca sin saber que decir en verdad, pero ella ya se había incorporado en sus dos pies mirándome desde arriba, no muy arriba. Dijo una última frase antes de irse corriendo—: ¡Nuestro club puede ser una gran distracción, piénsalo!

Se llevó una reprimenda más fuerte cuando tropezó con un carrito desparramando algunos libros por el suelo, y con la velocidad de la luz los acomodó otra vez antes de que mi abuela pudiera alcanzarla desde su escritorio. Su risa nerviosa llamó la atención de las pocas personas que estaban.

Y sorpresivamente, una de mis comisuras tembló.

Por un momento, olvidé de quién era novia, de la persona que tal vez se había convertido al estar con él, de que me hubiera olvidado con tal facilidad.

Pero fue eso. Un momento.

 

( . . . )

 

Mi segunda sonrisa del día surgió en el almuerzo, sentado en las gradas frente al solitario campo de futbol. Me sorprendió encontrar un recipiente con el almuerzo balanceado que a mí me gustaba, arroz y pollo, junto a una nota que decía: ‘’Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades’’. -Miguel de Cervantes. Firmaba mi madre, y no se imaginaba cuanto me había alegrado las palabras de esa mujer… carajo amaba a esa mujer, aunque supiera que la frase la había sacado de internet y no por leer alguna de sus novelas.

Luego del almuerzo me crucé con un profesor que al ver mi rostro se apiadó y me dio unas indicaciones para llegar al dichoso vestuario masculino, donde debía prepararme para la clase de gimnasia.

Me adentré a los vestuarios, esquivando a quienes caminaban por ahí. Divagué entre los casilleros hasta dar con mi nombre, justo en frente de un banco que estaba completamente vacío para mi satisfacción. Abriendo el bolso de deporte que tiré al piso, me coloqué una remera totalmente negra, pantalones deportivos y mis confiables zapatillas. Y todo iría sobre ruedas sino fuera por la presencia de un individuo, que le dieron vida solo para malgastar oxígeno.




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