Después de la reunión
Shaun
—¿La pasaste bien, Noah? -le pregunté mirándolo por el espejo retrovisor.
—¡Sí!, ¡me gustó el paseo!
—Jugaste mucho ¿eh?
—¡Sí! -me respondió con una sonrisa.
Elizabeth se mantuvo callada durante todo el camino de regreso. Yo la miraba de soslayo y me daba cuenta de que estaba tensa, mientras veía pasar la ciudad por la ventanilla del copiloto.
A decir verdad, yo también me encontraba tenso. Si fijaba la vista en la calzada daba lo mismo, mi mente se encontraba sometida a las sensaciones.
Ese beso que nos dimos en el club se había sentido extraño… Íntimo… Mágico… Tal vez fuera mi ilusión, pero en ese instante sin tiempo, creí percibir en ella un estremecimiento similar al que me había sacudido.
En el momento en que sentí sus labios en los míos, algo se removió dentro de mí despertando emociones que tenía reprimidas u olvidadas. De pronto dejó de importarme lo que me rodeaba, dejó de importarme Craig, dejó de importarme Tasha… Elizabeth, súbitamente, se convirtió en todo mi mundo. Supe que ya no quería que fuera sólo mi amiga, sino que quería algo más, mucho más… y esa certeza me asustó.
Salí corriendo como un cobarde a refugiarme en Noah. Tarde descubrí que fue la idea más desatinada que había tenido en años.
Cuando el pequeño me abrazó, sentí que quería regresar a la intimidad de estar solo con ellos: mi familia de alquiler.
Comprendí que era lo más valioso que había tenido en años, y sentí una fuerte necesidad de protegerlos. Yo los había metido en esta situación y era responsable de toda la presión que la situación les había impuesto, sobre todo a Elizabeth, que se desenvolvió con una destreza asombrosa, a pesar de que a ella no le agradaban las grandes reuniones y mucho menos con gente desconocida. Su generosidad para conmigo había sido asombrosa y ya no quería que siguiera esforzándose, por eso decidí que debíamos regresar.
Y acá estábamos, en el pequeño recinto del coche, mudos los dos en tanto que Noah comenzaba a dormirse.
—Gracias -musité.
—No me agradezcas -respondió quedo, sin mirarme-. Creo que lo hicimos bien, eso es lo importante.
—Discúlpame -insistí, después de otro largo silencio, volteándome a mirarla.
Ella no respondió, aunque vi sus mejillas encenderse en la oscuridad del coche.
Y eso fue todo. No hubo más plática.
Al llegar, tomé a Noah y lo llevé en brazos hasta su cama. Lo dejé con cuidado y lo observé sobrecogido, mientras la imagen de Daniel regresaba a mi mente. Había llegado a amar tanto a ese pequeño que no entendía cómo su padre no pudo hacerlo. No alcanzaba a comprender cómo no fue capaz de atesorar a su familia cuando yo querría robármela.
Cuando me di cuenta de que Elizabeth aguardaba para cambiarle la ropa, me aparté y permanecí junto a la puerta, observándolos.
La delicadeza con la que ella vestía a su hijo para no despertarlo, la ternura que ponía en cada movimiento, el amor que imprimió en ese beso dejado en su frente, el gesto tranquilo de Noah durmiendo confiado cerca de su madre, me conmovieron hasta los huesos y perdí por completo la armadura -que ya venía resquebrajándose- con que me había protegido todos estos años.
Apagó la lámpara y salimos a la sala.
—Deberías marcharte -susurró ella cerrando la puerta del cuarto de Noah.
La miré sin responder y caminé hasta la salida como en una nebulosa, acompañado por Elizabeth.
Sin embargo, no me quería marchar, no sin antes resolver este tormento, por lo que, al tomar el pomo de la puerta decidí no abrir, en cambio me volteé, aún turbado, y susurré a escasos centímetros de su rostro tan sobrecogido como el mío:
—¿Quieres… quieres que terminemos ese beso?
—No deberíamos… ¿cierto? -musitó ella, con las mejillas encendidas y la mirada profunda de sus ojos verdes clavada en la mía.
Esa duda me dio esperanza. No era sólo yo. Ella también lo deseaba.
Sin mediar más palabras, alcé mi mano y deslicé mis dedos acariciando su cuello, y temblando como un adolescente al contacto con su piel levanté su barbilla con mi pulgar, me incliné hasta que el mundo se redujo al susurro de su aliento sobre el mío y besé sus labios con suavidad, sintiendo el contacto tibio de su boca, con un estremecimiento que volvió a sacudirme hasta las entrañas.
Ella, temblando, estremecida, me respondió al instante, y el beso se hizo más intenso, urgente, afanoso. Mis manos ansiaron recorrer su cuerpo pero no les di permiso; lo último que quería era ofenderla, hacerle creer que sólo eran las hormonas, porque no lo era, había algo más, mucho más en ese beso…
En el instante en que nuestras bocas fueron por más, porque el deseo nos arrastraba a explorarnos, a mezclarnos, a fusionarnos, un leve chasquido metálico nos detuvo: era el cerrojo de la puerta que se abría.