JESSE
Siempre creí que mi vida era una especie de sala de espera.
 Los años pasaban entre batas blancas, luces frías de hospital y ese olor a desinfectante que se me pegaba a la piel como un recuerdo que no quería soltarme. Mientras mis amigas hablaban de viajes, fiestas o su primer beso bajo las estrellas, yo aprendí a leer el cansancio en los ojos de los médicos y a entender que la vida puede cambiar en un suspiro… o en un resultado de laboratorio.
Nací en California, y en teoría, debería haber sido una chica normal. Pero el destino, a veces, tiene un sentido del humor extraño. A los doce años me operaron por primera vez. Aún llevo las cicatrices: delgadas, como hilos de plata escondidos entre mi cabello. Luego vinieron más cirugías —en el fémur, en el cuello, otra en el cráneo— y, a los veinte, una tromboembolia pulmonar que casi me robó el aire… y con él, las ganas de esperar algo más que diagnósticos y tratamientos.
Supongo que por eso me volví experta en evitar el caos.
 No me gusta discutir. No soporto el ruido. Prefiero el silencio de mi habitación, el susurro del viento entre las palmeras y el aroma del café recién hecho al amanecer. Soy de esas personas que buscan la calma incluso en las tormentas ajenas.
 Y aunque muchos me llaman frágil, lo cierto es que sobrevivir también es una forma de fortaleza. Solo que nadie lo nota.
Vivo con mis padres y mis dos hermanas.
 Camila, la mayor, tiene veinticinco años y un carácter de acero. Peleamos, sí, pero solo porque somos tan parecidas que nos asusta. Me cuida como si aún tuviera cinco, y aunque a veces desearía que me soltara, sé que su amor es la única constante que nunca me ha fallado.
 Sophie, la pequeña, tiene dieciséis y una energía que me abruma y me cura al mismo tiempo. Dice todo lo que piensa sin filtros, como si el mundo fuera su diario personal. Cuando estoy triste, aparece con un helado y una sonrisa empalagosa que ni siquiera las peores noticias logran borrar.
Y luego están mis padres.
 Papá es un hombre correcto, trabajador, de esos que creen que demostrar amor es pagar las cuentas a tiempo y llevar flores una vez al año. Está… pero no siempre está presente.
 Mamá, en cambio, lo da todo. A pesar de su diabetes, sigue levantándose antes del amanecer para preparar el desayuno y asegurarse de que haya tomado mis medicamentos. Su forma de amar es cuidar. Y su mayor miedo es perderme.
 No la culpo. Yo también tengo miedo.
Este año debería ser el más importante de mi vida: me gradúo de la universidad con una carrera en enfermería. Quizá por ironía, o por la necesidad de entender desde otro ángulo lo que viví. Quiero ayudar a otros a no temerle a sus diagnósticos, a encontrar fuerza donde todo parece derrumbarse.
 Pero hay días en los que no sé si soy la versión más sana… o la más cansada de mí misma.
Camila, en cambio, parece tenerlo todo bajo control. Está a punto de comprometerse con Ethan Harper, el entrenador de los Pacific Breakers, a quien conoció durante sus prácticas con el equipo de fútbol americano más famoso de California. Es alto, amable, y tiene esa sonrisa que convence hasta al más escéptico.
 Me alegra por ella, de verdad… aunque a veces siento que su felicidad me deja atrás.
Fue en una de esas cenas familiares, llenas de brindis y risas forzadas, cuando lo vi por primera vez:
 *Liam Carter.*
El mejor amigo de Ethan. Capitán de los Pacific Breakers.
 Esa clase de chico que parece no tomarse nada en serio: sonrisa descarada, mirada arrogante y una confianza que solo tienen los que nunca han tenido que luchar por algo más que su próximo partido.
 Yo, con mi historial complicado y mi vida perfectamente controlada, sabía que debía mantenerme lejos de tipos como él.
 Él, con su fama de fuckboy, sus fiestas y sus conquistas efímeras, no parecía precisamente el tipo de hombre que se fijaría en una chica como yo.
Pero el destino, de nuevo, tiene un sentido del humor retorcido.
Todo empezó con una discusión absurda: una broma malinterpretada, una réplica sarcástica, un malentendido que se convirtió en una guerra silenciosa entre nosotros.
 Y, sin saber cómo, Liam empezó a aparecer en cada lugar al que iba: en la casa de mi hermana, en las cenas familiares, incluso en el hospital donde hacía mis prácticas.
 Decía que solo estaba “de paso”, pero su presencia siempre me desordenaba los pensamientos.
Yo no quería sentir nada. No después de tanto tiempo aprendiendo a protegerme.
 Pero con él… era diferente. El caos, por primera vez, me resultaba casi atractivo.
 Y eso me aterraba.
Mi familia, claro, no ayudaba. Los primos entrometidos comentaban sobre “ese jugador peligroso”, mamá me miraba con ojos de alerta cada vez que él se acercaba, Camila juraba que Liam era “un error con piernas”, y Sophie lo veía como el protagonista de sus series adolescentes favoritas.
 Y yo… yo solo intentaba mantenerme a flote, entre los ecos del hospital y las ganas de vivir algo que no doliera.
Pero amar, lo fui aprendiendo, también duele.
 Duele de otra manera.
 Más bonita. Más profunda. Más real.
Porque detrás de su fama de chico rebelde, Liam también tenía cicatrices. Solo que las suyas no se veían.
 Y quizá por eso, sin querer, empezamos a reconocernos.
 Dos personas rotas, aprendiendo a no tener miedo de latir de nuevo.
Esta no es una historia sobre enfermedad ni sobre dolor.
 Es una historia sobre segundas oportunidades. Sobre el amor que nace justo cuando dejas de buscarlo. Sobre aprender a vivir sin miedo a romperte otra vez.