.
Miley
La oficina de publicidad es un caos de ideas, presentaciones y diseños de última hora. Hoy parece que todo se alinea para convertir mi jornada en un verdadero infierno. El dolor de cabeza me perfora, y lo único que deseo es que el reloj marque las cinco para salir corriendo.
Mi molesto compañero está en el cubículo de al lado, susurrando obscenidades por teléfono como ha hecho desde que empezó a trabajar aquí, y eso me pone de los nervios.
Intenté adaptarme, pero está claro que no lo logré, y ya no lo soporto más.
—Sí, preciosa... Lo que más me excita es saber que… tú y yo estaremos solos, sin interrupciones, en mi cama...
Me lo imagino recostado en su silla, con esa sonrisita de tipo guapo que tiene, como si estuviera en un club un viernes por la noche.
Damiano no solo es el hombre más atractivo de la oficina (y con eso ya se cree el rey del lugar), sino que además es un desvergonzado que ha convertido su espacio de trabajo en su escenario personal para ligar. ¿Se lo imaginan? En lugar de ser el tipo eficiente que todos creen que es, se dedica a hacer malabares con sus ligues, mientras yo tengo que revisar los diseños que él no entregó a tiempo, una vez más.
Lo peor es que tengo la sensación de que está haciendo esto a propósito, como si me estuviera probando hasta qué punto soy capaz de concentrarme mientras mi cerebro intenta bloquear las imágenes que crea su conversación. Y, por supuesto, no ayuda nada que sus susurros calientes estén mezclados con risas forzadas y ese tono tan meloso que se mete en mi cabeza como una plaga.
—No me tientes. Soy capaz de dejar el trabajo tirado solo para verte. Tienes que estar lista cuando pase por ti. Usa esa lencería tan sexy que me vuelve loco. Quiero tener algo que arrancarte antes de devorarte.
¡¿Cómo se atreve?! No tiene vergüenza.
Mi cerebro está luchando para no imaginar lo que está diciendo. Es un tonto. Tendría que estar trabajando, pero no, está más preocupado por cómo encajar la siguiente cita que por sus pendientes.
Me detengo un momento a pensar en lo que acaba de decir. ¿Quién será esta vez? Conociendo a Damiano, probablemente sea una de las modelos del último comercial que hicimos. Ya sabes, esas chicas de piernas kilométricas y sonrisas perfectas. Lo único que Damiano necesita es un par de palabras bonitas para que se derritan.
No es justo que mientras el se divierte yo esté aquí, haciendo su trabajo.
Lo odio.
—Eso te toca a ti... tú decides a donde ir, preciosa. Pero antes hay que pasarnos por mi departamento.
Mis dedos se deslizan sobre el teclado con una urgencia casi desesperada, como si de alguna manera escribir pudiera ahogar el sonido del teléfono. El maldito teléfono. Tengo que ignorarlo, concentrarme, terminar esto y largarme a casa antes de que mi cabeza explote.
—¡El jefe está aquí! Tiene algo importante que decirnos, ¡todos de pie!
El grito me arranca de mi pequeño refugio mental. Levanto la vista y veo al responsable de mi interrupción: la secretaria de la dirección general, con su usual aire de superioridad.
Y detrás de ella...
¡El gran jefe!
Siento un nudo de pánico en el estómago. No es común que el jefe venga a vernos en estas horas. Me pongo de pie de golpe, intentando no llamar la atención, aunque es inútil. Varias miradas ya se han girado hacia mí, notando mi lentitud.
El señor Vergamo entra con paso firme, irradiando autoridad. Todos lo saludan con reverencia, y yo apenas consigo forzar una sonrisa mientras trato de calmar mis nervios.
—Buenas tardes, señores y... señoritas —dice con ese tono que siempre parece al borde de la condescendencia—. El motivo de mi presencia es un comunicado importante.
Un murmullo inquieto se esparce como un incendio entre mis compañeros. El señor Vergamo alza la mano y el silencio se impone de inmediato.
—Saben bien que todos son fundamentales para esta empresa, y lo que voy a decir a continuación me duele más a mí que a ustedes.
Ahí está. Esa pausa cargada de dramatismo que parece durar siglos. Mi corazón empieza a latir con fuerza, como si quisiera salir de mi pecho.
—Voy a tener que hacer un recorte de personal. Lamentablemente, siete de ustedes serán despedidos.
El aire parece volverse más pesado, y la sala, aunque llena de gente, se siente vacía. Miro a mis compañeros, tratando de descifrar sus expresiones, pero la mayoría tienen la misma mezcla de pánico y desconcierto que yo.
El teléfono de Damiano suena de nuevo, su tono irreverente rompiendo el tenso silencio como un golpe seco. Él, por una vez, parece entender la gravedad del momento y lo apaga rápidamente. El señor Vergamo lanza una mirada rápida hacia nuestro lado antes de continuar.
—Las cosas no están bien en la empresa. Uno de los comerciales más importantes que hicimos esta semana salió mal, y hemos recibido una demanda. Desafortunadamente, perdimos el caso y debo pagar una cifra millonaria. Hasta que las cosas vuelvan a estabilizarse, estoy obligado a hacer algunos recortes en gastos.
Mi corazón se hunde al escuchar sus palabras. La secretaria, impecable y eficiente como siempre, se acerca con una tableta en la mano y una pila de documentos.
—La señorita Laurent distribuirá las cartas de despido para aquellos que, lamentablemente, dejarán de trabajar aquí a partir de hoy.
El pánico me invade, un frío que me sube por la espalda y me deja helada. Sin darme cuenta, mis labios se mueven y las palabras salen antes de que pueda detenerlas.
—¡Pero no puede hacer eso! —La indignación tiñe mi voz, y todas las miradas se posan en mí. Me obligo a mantenerme erguida, aunque siento que mis rodillas podrían fallar en cualquier momento—. Señor Vergamo, todos aquí necesitamos este trabajo.
«Yo lo necesito». Convertirme en madre soltera ya fue lo suficientemente duro, pero perder mi empleo a estas alturas… no sé cómo podría salir adelante si eso pasa. Cada vez es más dificil conseguir un empleo y mis deudas no van a pagarse solas.