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Capitulo 2
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Miley
Dormir fue una misión imposible. Entre la incomodidad de saber que mi insufrible vecino estaba roncando en mi sala y el pánico por la mentira monumental que tendré que contarle a mi familia, me pasé toda la noche dando vueltas en la cama. La excusa de que estoy felizmente casada con un marine que “no pudo venir por trabajo” es lo mejor que se me ocurrió, pero solo de pensarlo me da escalofríos.
Finalmente, cuando logré dormir un poco, el olor a café recién hecho y tocino me despertó. Por un momento, pensé que todavía soñaba. ¿Café? ¿Tocino? ¿Quién…?
Me levanté despacio, confundida y alerta, y me dirigí a la cocina. Pero nada me preparó para lo que vi.
Ahí estaba él. Mi vecino molesto, con el cabello liso cayéndole de forma desordenada y perfecta sobre un lado de la cara. Sin camisa, con un delantal de florecitas mío que le quedaba absurdamente corto, dejando a la vista unos abdominales de revista. Movía la sartén con una facilidad despreocupada, como si estuviera en un anuncio de cocina y no en mi apartamento.
La curita de Hello Kitty que le había puesto la noche anterior seguía ahí, destacando en su brazo como un pequeño recordatorio de nuestra extraña noche juntos. De alguna manera, ese detalle tan infantil contrastaba de forma adorable con su apariencia, volviendo la escena aún más memorable.
Tragué saliva. ¿Desde cuándo alguien puede verse así de… sexy haciendo huevos y tocino? Me quedé paralizada en el marco de la puerta, intentando recomponerme, pero mi cerebro se había desconectado por completo.
Él se giró, me vio y sonrió, esa maldita sonrisa de “sí, sé que me ves increíble”.
—Buenos días, dormilona. Hice desayuno. Espero que te guste.
Mi mandíbula estaba en el suelo. Literalmente no podía articular palabras. ¿Cómo pasé de odiarlo a querer pedirle que nunca más se pusiera una camisa?
Respiré hondo y desvié la mirada, obligándome a enfocarme en cualquier cosa que no fueran sus malditos abdominales o esa sonrisa de galán de película. Solo que, en lugar de encontrar algo que me calmara, mi vista aterrizó en el fregadero… y casi me da un infarto.
El fregadero parecía la escena de un crimen culinario. Platos sucios, cacerolas con grasa, utensilios regados por todos lados.
—¡¿Qué demonios hiciste aquí?! —solté, señalando el desastre como si él no pudiera verlo por sí mismo.
Él levantó una ceja, totalmente relajado, y le dio un mordisco a un trozo de tocino.
—Hice el desayuno, ¿no es obvio?
—¡Obvio es que destrozaste mi cocina! ¿Quién necesita usar tantas cosas para hacer unos malditos huevos? —caminé hacia el fregadero y comencé a contar los utensilios en voz alta, como si eso lo fuera a hacer entrar en razón—. ¡Una sartén, dos cacerolas, tres cucharas…! ¡¿Qué es esto?!
Él suspiró, como si yo fuera la loca aquí, y se apoyó en el mostrador con esa maldita sonrisa perezosa.
—Relájate, Miley. Son solo unos cuantos utensilios. Siempre tienes que hacer una tormenta. No entiendo por qué siempre eres tan... tan...
—¿Tan qué? —lo miré a punto de perder la paciencia.
—Tan amargada. Necesitas urgentemente un poco de sexo.
Parpadeé, congelada en mi lugar, completamente impactada.
—¿Qué dijiste?
—Eso, que necesitas sexo —repitió con toda la calma del mundo, encogiéndose de hombros—. Estás tensa, amargada… Y antes de que te emociones, no estoy interesado en ofrecerme como voluntario para quitarte las ganas.
—¡¿Cómo te atreves?! —Mi cara estaba ardiendo, y no sabía si era por la rabia o porque, en el fondo, odiaba que tuviera razón sobre lo tensa que estaba.
—Es la verdad. —Se encogió de hombros de nuevo y se sirvió una taza de café, como si acabara de darme el consejo más sabio del universo—. Pero, por favor, no pelees más conmigo. Hay algo que quiero decirte.
Lo miré, todavía procesando su atrevimiento, pero su tono se había suavizado, casi serio. Algo en su expresión me hizo cerrar la boca y cruzarme de brazos.
—¿Qué cosa? —pregunté, entre molesta y curiosa.
Dejó la taza sobre la encimera y me miró directamente, algo poco común en él. Su sonrisa se había desvanecido, y su postura era extrañamente tensa.
—Quiero ir contigo al pueblo.
Mi mandíbula cayó al suelo, pero esta vez no por sus abdominales.
—¿Qué? —solté una risa incrédula, como si hubiera contado el mejor chiste del mundo—. ¿Ir conmigo al pueblo? ¡Definitivamente no! Ni siquiera somos amigos. ¿Por qué querrías ir conmigo?
Él se pasó una mano por el cabello, dejándolo aún más despeinado y, por lo tanto, más irritantemente atractivo.
—No te pongas así, Miley. Es sencillo. Estoy igual de desempleado que tú, y pensé que podría tomarme unas vacaciones. Tu pueblo suena tranquilo y, sinceramente, no tengo mucho presupuesto. Es la opción perfecta.
—Claro, perfecto para ti. —Rodé los ojos y me crucé de brazos, recuperando la compostura—. Pero no sé qué clase de delirio te llevó a pensar que voy a invitarte. Eso no va a pasar.
—Vamos, Miley. ¿Qué tan malo puede ser? —Se inclinó un poco hacia mí, con esa sonrisa entre encantadora e irritante—. Podríamos compartir gasolina… bueno, tú la pagas, y yo me encargo de la comida.
—¡Estás loco! —Me reí de nuevo, negando con la cabeza—. No tengo interés en pasar más tiempo contigo del necesario. Además, ¿por qué demonios quieres ir a un pueblo perdido en medio de la nada?
Él se quedó en silencio un segundo, mirando hacia el café como si fuera lo más fascinante del mundo.
—Ya te dije, necesito un lugar tranquilo para desconectarme un poco. —Levantó los hombros con una expresión despreocupada—. ¿Qué mejor que tu pintoresco pueblo? Vamos, no seas tan egoísta.
—¿Egoísta? ¡Por favor! —solté, señalándolo como si acabara de cometer un crimen—. Esto no es un refugio para vecinos molestos. ¡Y mucho menos para ti!