Miley
El murmullo del abogado resonaba en la sala, pero para mí era ruido de fondo. Se suponía que debía estar atenta al testamento de mi abuelo, pero mi mente estaba en otro lado. O mejor dicho, en otra persona: Damiano.
Los últimos días apenas lo había visto. Mi padre lo había mantenido ocupado de sol a sol, dándole trabajo como si quisiera probar cuánto podía aguantar. Y Damiano, lejos de quejarse, había aceptado cada tarea con la mandíbula apretada, como si tuviera algo que demostrar.
Yo, por otro lado, había estado atrapada con mi madre en los preparativos de la boda y visitando a la costurera del pueblo para que me arreglara el vestido de novia. La ceremonia sería mañana, y aunque todo el mundo esperaba que estuviera emocionada, solo sentía una inquietud extraña que no me dejaba en paz.
Tal vez era el cansancio. O tal vez… era el hecho de que no podía dejar de pensar en él. En cómo lo vi esa tarde en el establo, el torso brillante de sudor, sus músculos marcándose con cada movimiento.
Sacudí la cabeza y traté de concentrarme en lo que decía el abogado, pero mi móvil vibró bajo la mesa. Aproveché que todos estaban atentos al testamento y lo saqué con discreción.
Era Damiano.
Habíamos intercambiado números por necesidad. Me contó que tuvo que cambiar el suyo para evitar que alguna amante lo llamara y mi familia descubriera la farsa antes de tiempo.
D: ¿Ya casi terminan?
M: No, y creo que esto llevará más tiempo.
D: Estoy aburrido. Ya terminé la tarea que me encomendó tu padre.
M: No deberías esforzarte tanto en agradarle. De todos modos, ustedes no volverán a verse después de unos días.
D: No lo hago por él. Lo hago por mí. Para no morir del aburrimiento. Ahora estoy pensando en aprovechar que estoy solo para rociarme un poco con la manguera. Hace calor.
Me envió una foto.
Y yo.
Yo sentí que el alma se me salía del cuerpo.
La imagen mostraba a Damiano casi desnudo, con el pantalón vaquero bajo en sus caderas y el botón desabrochado, dejando ver una provocadora línea de vello descendiendo desde su abdomen. Sostenía la manguera en una mano, con el agua corriendo por su pecho y resbalando por cada maldita fibra de músculo que tenía. El sol doraba su piel, y su cabello, un poco más largo de lo normal, caía despeinado sobre su frente.
Jesús.
Mi lengua se pegó al paladar.
Ese hombre era el pecado encarnado. Un vaquero sexy, rudo, con el cuerpo de un dios griego y la actitud de un cabrón arrogante que sabía exactamente lo bueno que estaba. Follable era poco.
Tragué saliva y apreté los muslos.
M: No tengo tiempo para tus juegos, Damiano.
D: ¿Juegos? No sé de qué hablas. Solo pensé que te gustaría ver cómo me refresco.
Maldito provocador.
Volví a bloquear el teléfono y traté de centrarme en el abogado. Pero fue imposible. Ya estaba ardiendo, y el único culpable era Damiano.
***
Entré a mi habitación con Bethany dormida en mis brazos, asegurándome de no despertarla mientras la acostaba en la cama. Su pequeño rostro se veía tranquilo, ajeno al caos que era mi vida en estos momentos.
La reunión con el abogado había durado más de lo esperado, pero al menos ya sabía lo que me correspondía. Tal como mi madre me adelantó hace unos días, el abuelo dejó todo en manos de mi padre. Él administraría la herencia y solo repartiría los bienes una vez que cada uno de sus hijos se casara.
Eso significaba que Kian, Evander y yo tendríamos que pasar por el altar antes de recibir nuestra parte.
Y gracias a mi mentira, llevaba la ventaja.
Después de la ceremonia, mi padre me entregaría mi parte del rancho. Ya habíamos acordado reunirnos con el abogado nuevamente para hacer las escrituras. Era una extensión de tierra enorme y productiva, y estaba segura de que se vendería por una buena suma. Quizás llegara a un acuerdo con mis hermanos o incluso con mi propio padre para venderles mi parte.
Lo único claro era que, hasta que resolviera esto, seguiría atrapada aquí.
Solté un suspiro y me dejé caer en la silla junto a la cama.
New York se sentía como un recuerdo lejano. La ciudad, mi vida… todo se veía borroso en comparación con el rancho, la tierra, el olor a pasto y ganado. Y sobre todo, con él.
Damiano.
Mordí mi labio, recordando la imagen que me había enviado hace dos horas.
Sacudí la cabeza y me recosté un momento, cerrando los ojos.
No quería seguir pensando en él. Pero era imposible.
La foto de su torso desnudo, salpicado de gotas de agua, su piel bronceada y esos músculos marcados… Jesús. Era una imagen que se había grabado en mi mente con fuego.
—No sirve de nada seguir negándolo… me gusta. Damiano me gusta —murmuré para mí misma, mirando el techo.
El sonido de risas y voces animadas en el exterior me sacó de mis pensamientos.
Me incorporé y caminé hasta la ventana. Desde ahí podía ver a los trabajadores reunidos bajo el granero, celebrando la exitosa cosecha de fresas. Como cada año, mis padres organizaban una pequeña fiesta para agradecerles por su trabajo.
Mi madre estaba cerca de la parrilla, preparando carne asada junto a otras mujeres, mientras mi padre y mis hermanos conversaban animadamente con algunos empleados. Había música, comida y un ambiente festivo que contrastaba con la batalla interna que yo estaba teniendo.
Suspiré. Miré a Bethany, aún dormida, y la arropé con cuidado antes de salir de la habitación.
Era momento de ayudar. Y de intentar, al menos por unas horas, no pensar en lo que me hacía sentir el hombre con el que me casaría mañana.
La tarde avanzó entre risas, música y el aroma de la carne asada impregnando el aire. La celebración estaba en su punto, con los trabajadores relajándose después de una semana ardua. Y, para mi sorpresa, Damiano estaba en medio de todo aquello, completamente a gusto.